El mayordomo de la embajada inglesa en Buenos Aires es un TUCUMANO

Martes 19 de Diciembre de 2017, 16:58

Samuel Victoria



Dice: “Mi tarea es asistir al embajador en lo que necesite. Pidiendo silencio en una reunión, fijándome que tenga una copa con qué brindar cuando propone un brindis a los invitados, haciendo sentir cómodos a los invitados cuando vienen a un evento, asistiendo a personalidades que vienen a la residencia”. Hace un rato, mientras servía con una tetera de plata, Samuel Victoria –esmoquin blanco, camisa blanca, corbata de moño negra– explicaba que el té que humeaba en las tacitas “es lo esencial de la casa”. “Viene por vía diplomática. Es algo muy especial. El secreto es retirar las hebras a los diez minutos de echar el agua, porque sino se pone amargo. ¿Azúcar o edulcorante?”.

El mejor mayordomo inglés de Argentina es este tucumano de 56 años que, desde hace veintisiete, asiste a los representantes diplomáticos británicos en la residencia oficial, la mansión que construyeron los Madero Unzué en La Isla a principios del siglo XX y que este año cumplió su primer centenario.

Hace unos días, en uno de los salones de este edificio declarado Monumento Histórico Nacional, y precisamente para celebrar el aniversario, el embajador Mark Kent dio un discurso ante un grupo de invitados a brindar. Luego, cedió la palabra a dos personas: Héctor Ayerza, descendiente de la familia que vendió la propiedad al Estado británico (y que recordó cómo jugaba allí de niño) y Victoria, a quien presentó como “Sam”, el nombre con el que los habitués de la embajada lo conocen desde hace años. Hoy dice que no estaba nervioso cuando llegó al atril con el discurso escrito en unos papeles y el traje impecable, pero que al rato de estar hablando ante el micrófono, ah, eso era otra cosa. “¿Qué hago hablándole a toda esta gente acá?”, dice que pensó. En ese momento, de esa zozobra no se enteró ninguno de los invitados, tal vez porque Victoria lleva el oficio consigo en todo momento. De hecho, ahora, ante el té que humea, elige empezar hablando del clima, antes que del tema que lo convoca, que es él mismo. ¿Podría haber algo más inglés?

Como el propio embajador, Sam vive en la residencia oficial, el mismo lugar en el que se casó con Marta, la mujer que todavía hoy trabaja en el segundo piso, como asistente de los embajadores. Desde su casa, en el tercer piso (con vista a la barranca en la que suenan pájaros todo el día, distintos cada hora, y se ven tonos de verde, y flores, y resulta imposible sospechar que ahí nomás, cien metros abajo, sucede el trajín de avenida Libertador), baja todos los días para emprender ocho horas de tareas. “Trabajo las horas que me corresponden y me retiro con mi familia. Y salimos y vamos al cine, sábados, domingos, feriados”. Le alcanza con su propio criterio de discreción: nadie le dijo nunca qué podía decir, qué no, cuáles eran los límites de los secretos de su trabajo que alguna vez podía llegar a contar a ajenos a la residencia. La privacidad y el silencio, para él, son como hablar del clima y tomar té; costumbres que no se cuestionan.

La agenda puede cambiar de acuerdo con el tipo de evento, de etiqueta, de necesidades del embajador. Vivir en el mismo lugar que se trabaja, dice, no es raro, porque “como todos dicen, uno tiene un orden en la vida, hay que saber respetar”.

–Los ingleses tienen muchas series y películas sobre las vidas de las personas que trabajan en el servicio de mansiones. ¿Le interesan? ¿Vio Downton Abbey, The crown, Los de arriba y los de abajo?

–No, en realidad mucho no los veo. Es que eso yo estoy viéndolo diariamente. Lo vivo y lo disfruto a diario. Acá realmente me respetan, me dicen “¿y su hijo cómo está?”, “¿y su esposa está bien?”. El cuerpo diplomático se interesa, y realmente este es otro mundo. Algunos dicen “vivís en otro país”. Bueno, podría decirse, pero no es algo ajeno a la realidad que veo cuando salgo a la calle.

Ese afuera que rodea a la esquina de Gelly Obes y Newton, esas cuadras donde los sonidos no son mullidos como en los salones de la residencia, no es un tema menor para Victoria. Por eso, a veces viste “muy informal” y ejerce de flanêur por los alrededores. Cuando encuentra personas que viven en las veredas, se detiene y procura charlar con ellos. No son siempre los mismos, dice; en la zona hay mucho recambio.

–¿Cómo empieza la charla?

–Les pregunto por su familia, por cómo se compone. La mayoría viene de la zona por la que anda el tren Mitre,  vienen de Mitre, León Suárez. Creo que allí hay un depósito. Entonces, vienen en los trenes. Y me pongo a conversar con ellos. Hay algunos tucumanos y santiagueños que encontré. En realidad, todo eso surgió de esta manera: hay tantas cosas que uno acá, en la embajada, trata de deshacerse, como ser cartones. Entonces, yo voy a la calle, busco un cartonero y le entrego toda la carga que hay.

–¿Se sorprenden de que les de charla?

–No, no les digo quién soy.

–¿Pero no se sorprenden de que alguien les de charla? No suele pasar.

–Claro, no es habitual. Pero es la manera de llegar a conocer a la gente, qué piensa, cómo piensa. A mí siempre me gustó esa parte, no hay que olvidarse de esa gente. De ellos se aprende también. Cuando les digo “vení, acompañame”, me dicen “¿a dónde?”. “¿Querés llevarte las cosas sí o no?”; “sí”; “acompañame”. Entonces llamo al servicio de seguridad y aviso que vengo con una persona para llevar todo lo descartable: vidrio, plástico, cartón. Uno de ellos me decía una vez “¡¿pero acá vivís?!”;  “sí”; “¿¡acá?!”; “sí, ¿cuál es el problema?”. Hasta el día de hoy hay una persona que viene los viernes y se lleva todo lo que a ellos les es útil. Pero bueno, cuando viajo a ver a mi madre, que vive en Villa Pueyrredon, me encanta tomar la línea H y la línea B del subte. Entonces me pongo a escuchar a la gente  que está allí, manifestándose cada uno con lo que sabe hacer: canciones, artistas. Me llama la atención.

Le gusta alternar, dice, con personas lo más disímiles posible. Porque en la variedad está lo que puede sorprender y, por contraste, enseñar algo. Enumera famosos locales y de otros países. Dice que Facundo Manes es su “ídolo número 1; le vaticiné que iba a ser presidente” (un pronóstico que hace algunos años también le espetó al actual primer mandatario), que Jorge Gurruchaga “es el mejor amigo y conocido que tengo acá”, que necesita conocer gente “de todo tipo de clase social”.

–Es un placer conocer personas así, es lo que ayuda a crecer. Y así tampoco tengo ningún problema en sentarme…  aprendí algo de otro embajador, Robin Christopher, que es quien hizo la remodelación de la casa (a principio de este siglo). Un día, estando acá, en la casa, con pintores, sin muebles, imaginate la situación, todo cal, tierra, me dijo: “Sam, nos sentamos acá a conversar”. Teníamos los cascos puestos, porque había que ingresar con autorización. Le dije “sí, sí, embajador, ya es tarde para almorzar”. “No”, me dijo, “ya hice pedir unos sandwichs y vamos a sentarnos acá”–dice eso, Victoria, y es volver a atravesar el asombro. Como si acabara de escuchar la frase de aquel embajador a quien recuerda tanto, hace un silencio, grandes los ojos, gigantes de sorpresa. Son segundos, pero le alcanzan para subrayar.–Y el embajador agarró un pedazo de cartón, lo abrió así y nos sentamos. Dijo “nunca hay que olvidarse de dónde viene uno, y hay que conversar con las personas de menor clase social como las de la más alta. Eso no te va a cambiar nada a vos, al contrario: vas a saber conocer a las personas. No hay otra manera”. Bueno, sí.

Tenía 19 años cuando llegó a Buenos Aires para pasear unos días y terminó quedándose para siempre, porque le gustó “el movimiento, la gente, la ciudad, las oportunidades”. “Y bueno, dije ‘acá estoy, acá llegué’”, recuerda de ese momento en que a la decisión sobrevino la búsqueda de trabajo en una ciudad donde no conocía a nadie. Escribió cartas de presentación y eligió dejarlas en lugares que le llamaban la atención; la embajada británica fue uno de ellos, aunque la respuesta brilló por su ausencia.

–No me llamaban, así que dije ‘uno no puede estar de brazos cruzados’. Una persona sola, porque yo era soltero, me dije, debo conseguir con qué cubrir mis gastos en Buenos Aires. Alguien me dijo “ponete a trabajar en cualquier cosa, después las cosas se van dando, vas conociendo gente”…

Entonces recaló en una agencia de empleos, que lo ubicó como empleado de seguridad en zona norte durante tres años. Un día le explicaron que habían pasado su cv para un pedido particular, que había pasado la selección y debía concurrir a una sede diplomática. “¿Cuál es?”, preguntó. “Cuando llegues, te vas a dar cuenta”, le respondieron.

–El día que me tenía que presentar, ¡una tormeeenta! ¿Viste por Belgrano, la zona de Cabildo que se inundaba? No pude cruzar para llegar hasta acá. Yo venía de zona norte. No pude llegar. Tuve que regresar y presentarme al cuarto día, por las razones climáticas. Entonces cuando llegué acá miraba y dije “¡no puede ser! ¡no puede ser! Después de tres años que dejé la carta aquí, vuelvo acá”.

Y sin embargo era, así que pasó los siguientes dos, tres años en ese puesto. Cree que lo que pasó hasta allí y lo que vino luego no fue más que una demostración de la ley de compensaciones universal, porque “en realidad, es lo que uno siembra, lo que cosecha: me encantaba tanto la idea de trabajar acá, de poder ingresar acá, siempre lo veía desde afuera al lugar”.

–¿Qué era lo que le gustaba tanto?

– En realidad, mi vocación era poder empezar en algo para poder ingresar en una sede diplomática, y más una inglesa, porque admiraba a la realeza.

–¿Qué cosa de la realeza?

–Todas sus cosas. Sus formas, sus movimientos, la forma que ellos tienen de trabajar y cómo son en realidad. Yo decía “¿serán así como los vemos de afuera?”.

–Cuando los veía en revistas.

–Exactamente. Y se me cumplió un sueño: pude ingresar, después llegaron las realezas, Diana Spencer, el príncipe Carlos, y dije “no, no puede ser, esto ya es demasiado”.

–¿Recuerda cómo fue la primera vez que trabajó de mayordomo en un evento grande?

–Sí, fue una cena. Pero para mí la vez más importante fue cuando llegó el príncipe Carlos, que primero no sabía si participaba o no en las tareas para asistirlo a él. Entonces, obviamente se pidió previamente una autorización.

–¿A Buckingham?

–Claro. Eso viene hablado. Y el mayordomo privado de él me dijo “sé que me vas a asistir a mí”. Yo pensé que me decía asistirlo a él, ayudarle al servicio, pero entonces me dijo “no, tenés total libertad de servirle vos también al príncipe”. No lo podía creer. No recuerdo el nombre de ese mayordomo, supongo que ya se habrá jubilado. Quizá lo pueda averiguar cuando conozca el palacio de Buckingham, que es sería lo máximo para mí. Ya lo pedí a los auditores.

Fuente: https://www.pagina12.com.ar/83265-el-mayordomo