Cómo vive, piensa y entrena el tucumano que ganó la carrera más exigente del mundo

Sábado 11 de Mayo de 2019, 15:02

Juan José Sirimaldi estira los músculos de los hombros antes de empezar a entrenar en una pileta. FOTOS LA GACETA/ JUAN PABLO SÁNCHEZ NOLI



Juan José Sirimaldi pasó de una vida de excesos a convertirse en un atleta de altísimo rendimiento. Su historia de dolor y superación:

Correr me libera el alma; me limpia la tristeza. Por eso corro. No tengo una respuesta precisa de cómo empecé. Creo que una cosa me fue llevando a la otra. Lo que sí sé, con exactitud, es que esto se ha vuelto parte de mi vida. Hoy, correr es mi vida.

Yo era gordo. Hace 10 años pesaba 120 kilos. 120 kilos de mala vida. 120 kilos de descontrol. 120 kilos de borracheras. De noche, me bajaba una botella de fernet de litro. De tarde merendaba dos tazas de café y una docena de facturas, literalmente. Al mediodía, comía uno... dos... tres platos. Soy un tipo que hizo muchas macanas. Mis barquinazos eran de cordón a cordón.

Mi primer divorcio ocurrió por esa fecha: 1999; fue mi culpa. Me había casado muy jovencito con la mamá de mis dos hijos mayores. Me acuerdo que ella me decía: ‘querete; cuidate’. Me separé y entré en una crisis. Un día me paré frente al espejo. No me olvido de esa imagen. No quiero olvidarla, para que no se repita.

Este deporte es mi vida. El running me sacó de situaciones durísimas. Si en aquel momento alguien me hubiera dicho que yo iba a ganar la carrera más larga del mundo, me habría reído. Yo no era capaz de nada. De nada.

NdelaR: si uno tiene enfrente al hombre que habla y le mira los brazos, los músculos, las venas que le sobresalen, el relato de ese ayer suena inverosímil. Como también se oye inverosímil que Juan José Sirimaldi -hoy con sus 41 años, sus 85 kilos y su metro ochenta de altura- llore a moco tendido enfrente de una grabadora. ¿Acaso no es él quien ha ganado uno de los desafíos más extremos? Entonces, ¿por qué llora? Tal vez ese llanto pueda ser comprendido por aquellos que -como él- corren. Porque si algo tienen en común los corredores es eso: es sentir que se les pone la piel de gallina con solo recordar sus carreras.

En esa época, yo manejaba un camioncito en el que llevaba arena. Fui hasta la casa de mi amiga Noelia Rodríguez. Y le dije al padre, que tiene una bicicletería: ‘Chori, vendeme una bici’. Y así empecé. Me levantaba a las cinco de la mañana y me iba a la avenida Perón, en Yerba Buena, a pedalear. A las siete estaba de vuelta, bañado y subido al camión. En dos meses bajé 15 kilos. Al principio, tenía ataques de ansiedad. A cada rato abría la heladera. Así que la llenaba con bowls: algunos tenían frutas y otros, verduras. A las seis de la tarde, cuando me agarraba un ataque, me comía una ensalada, por ejemplo.

Después conocí a Marcelo Villagra, que corría carreras de trail running. Fue mi primer entrenador. Me veía correr. Me veía pedalear. Me dijo que tenía que anotarme en un Ironman. ‘Se nada, se anda en bici, se corre’, me explicó. Pero yo no sabía nadar. Hablé con Gustavo Torres para que me enseñe. A la octava clase, me inscribí en un sprint en el dique El Cadillal. ‘Gustavo, ¿cómo vamos a planificar mi carrera?’, le pregunté. ‘¿Planificar qué? Planificá no morirte ahogado’, me contestó. Y acá estoy.

Amo el triatlón. Sin proponérselo, uno supera el límite. Es excitante. Lo malo es que te vuelve muy estructurado. Lunes, miércoles y viernes se corre y se nada. Martes y jueves se pedalea. Y si te gustan las distancias largas, los entrenamientos se hacen gigantescos: los domingos, cuando me toca fondo, corro 21 kilómetros a las ocho de la mañana. Y otros 21 kilómetros seis horas después. No soy un profesional. Pero el deporte me ha demostrado que si se quiere, se puede.

NdelaR: En 2017, al cabo de más de 30 horas de competencia, el tucumano Sirimaldi ganó la carrera “602K”, que se corre en la localidad cordobesa de Villa General Belgrano y que es considerada la más extrema del mundo. La competencia está dividida en tres días. En el primero, los participantes deben nadar 10 kilómetros y pedalear otros 200. La segunda etapa consiste en 300 kilómetros de ciclismo. Y la última parte consta de 92 kilómetros de pedestrismo. El tiempo de corte es de 15 horas por día. Contarlo desde afuera es fácil. Pero hay que estar en el rigor de esa contienda bestial, para comprenderla.

Me acuerdo que estábamos en la línea de largada, en el dique Los Molinos, el segundo embalse más grande de Córdoba. Era una natación fácil: el agua estaba calma. Era una pileta, una belleza. De referencia teníamos un bote y una boya. Cuando se nada en aguas abiertas, los primeros 20 minutos no se tiene que pensar en nada. Hay que concentrarse en esos puntos de referencia. Porque cuando uno entra al agua, pierde la noción de la distancia. Recién después, uno puede relajarse. Entonces se agarra el ritmo y se avanza tranquilo, pum, pum, pum, avanzado, pum, pum, pum. Ahí sí se piensa mucho, especialmente en una carrera como esta: en mi caso, fueron tres horas y cuarenta minutos de nado ininterrumpido. Además, en el agua ni ves ni sentís al otro. Estás aislado. Yo pienso en mis hijos. Siempre he tenido culpa. Esto te quita horas con ellos. Un montón de veces no pude buscar a Benjamín de sus fiestas, porque debía entrenar.

El segundo día es el más duro. Ahí, la mayoría claudica. Son 300 kilómetros de ciclismo, pero con una altimetría positiva de 2.400 metros. Para darse una idea: la subida a San Javier tiene 600 metros. Es el sufrimiento extremo; la miseria. Aflora todo lo que el cuerpo puede hacer para que el deportista pare. El muro de los 32 kilómetros te aparece de a docenas. Tengo una teoría: cuando tu cuerpo ve que no parás con el calambre, que no parás con el dolor, que no parás con el músculo roto, te golpea en la cabeza. Por eso, nos acordamos del tiempo que le quitamos a nuestros hijos o de los abuelitos muertos. Es un mecanismo de defensa del cuerpo para que uno se detenga.

Pero yo estaba bien entrenado. El ciclismo era mi fuerte. Tenía que hacer una diferencia sin romperme del todo. Tenía que apretar, ceñir. El santiagueño Ignacio Deffis pedaleaba bien. Como yo no tenía reloj corría a sensaciones. Controlaba a dónde lo cruzaba para calcular quién iba primero. Porque a esas alturas ya estaba peleando la punta. Lo sabía. Y también sabía que no tenía que fijarme en Deffis. En una carrera, es fundamental no salirse del foco. Y el foco es uno mismo. Y lo que uno hizo para llegar ahí. Si uno se sale, las cosas se complican. Después de 11 horas, me bajé de la bicicleta intacto.

El domingo arranqué el trote con ganas de llorar. Al día siguiente, Sofía empezaba las clases. Yo no iba a estar en el primer día de mi hija. Hasta ese momento había encapsulado ese pensamiento. Pero el cuerpo -agotado ya- se estaba desquitando. Es increíble lo que la cabeza te hace. Igual corrí sin parar. A los últimos dos kilómetros los hice por debajo de los cinco minutos. Cuando crucé la línea y me dijeron que había ganado se me planteó todo un año de entrenamiento.

NdelaR: esa vez, Sirimaldi terminó en primer lugar. Hubo otras ocasiones en las que tuvo que conformarse con llegar. U otra en la que acabó desmayado, a metros de la línea final. Son las reglas del juego. Él, y todos los runners, lo saben. Lo han aprendido: caerse 99 y pararse 100. Como en la vida misma ¿no?

Soy un tipo que sufre por sus divorcios, por sus hijos, por su trabajo... pero que puede superarse. Correr es mi vida.









Fuente: https://www.lagaceta.com.ar/nota/806040/me-gusta/como-vive-piensa-entrena-tucumano-gano-carrera-mas-exigente-mundo.html