"Lo que nunca contamos sobre el matrimonio de Alex Freyre"

Viernes 27 de Febrero de 2015, 09:53





Por Bruno Bimbi
TN


Cuando la ley de matrimonio igualitario ya estaba aprobada, todos pensamos que Alex y José buscarían el mejor momento, se divorciarían y contarían la verdad: que nunca fueron pareja. Al final, se habían casado por la causa. Y más allá de que algunos no hubiésemos estado de acuerdo porque nos parecía arriesgado, todos coincidíamos en que había sido un acto valiente y que habían interpretado muy bien su papel.

Desde que existe el matrimonio ha habido y sigue habiendo gente que se casa por conveniencia, por negocios, por poder, por política, por acuerdos familiares, por apariencias; sin amor. Ellos lo habían hecho no por conveniencia propia, sino de toda una parte de la población que luchaba por sus derechos civiles. Lo habían hecho por los miles que no podían.

Podía sonar mal, pero no había estado mal.

Pero eso que al principio había sido por una causa justa acabó transformándose en el show mediático de una persona ambiciosa, que se creyó el personaje y lo usó para sacar rédito. Ya no es más por una causa. Y ya superó todos los límites.

Para que se entienda por qué contarlo ahora, hay que empezar esta historia desde el principo.

Volvamos a fines de 2008, inicio de 2009.

—Muy interesante la movida que están haciendo con los amparos por el matrimonio gay pero, ¿te puedo dar un consejo? —preguntó su señoría.

—Claro, decime.

—No vayan más a la justicia civil. Si lo que ustedes rechazan es un acto administrativo del Registro Civil, que depende del Gobierno de la Ciudad, nos corresponde a nosotros resolverlo. Un juez civil no tiene nada que hacer.

No lo decía cualquiera, sino un juez del fuero contencioso administrativo de la Ciudad de Buenos Aires, que se cruzó por casualidad en los pasillos de tribunales con uno de los abogados de la Federación Argentina LGBT. Desde febrero de 2007, la Federación desarrollaba una campaña por la legalización del matrimonio civil entre personas del mismo sexo que incluía la presentación de recursos de amparo en la justicia. Ya habían sido tres: el de María Rachid y Claudia Castro, el de Ernesto Larrese y Alejandro Vannelli, y el de Martín Scioli y Oscar Marvich — dos en Capital, uno en Rosario, todos en el fuero civil.

—¿Vos qué harías si tuvieras un caso así?

—Si me lo preguntás como juez, te tengo que responder que no puedo adelantarte una decisión sin haber leído el expediente y analizado las presentaciones de cada una de las partes y del fiscal.

—Supongamos que te lo pregunto como amigo… ¿Te parece que el planteo de inconstitucionalidad es viable?

—Como amigo, te diría que ojalá me tocara un caso así.

—¿Y qué piensan tus colegas?

—Otra vez, como amigo, me parece que más de la mitad de los jueces del fuero, según se comenta en los cafés de la zona, piensan que es una lástima que ustedes estén presentando los casos en la justicia civil, que es demasiado conservadora como para entender el reclamo que están haciendo —concluyó su señoría.

Había que cambiar la estrategia judicial y presentar un nuevo amparo en capital, esta vez en el fuero contencioso administrativo.

Urgente.

—¿Tenemos otra pareja dispuesta a hacerlo? —preguntaban todos.

Cuando María y Claudia fueron por primera vez al Registro Civil a pedir turno, la idea de la Federación era que ese primer amparo fuera apenas el inicio de una catarata de reclamos.

Le llamábamos “efecto corralito”.

Como durante la presidencia de Fernando De la Rúa, cuando miles de ahorristas de todo el país empezaron a ir a la justicia para pedir que les devolvieran el dinero que, por decisión del ex ministro de Economía Domingo Cavallo, había quedado congelado en los bancos, soñábamos con llenar el Poder Judicial de amparos por el matrimonio gay.

—Este año, vamos a presentar como mínimo cien amparos —les decíamos a los periodistas. Pero no era tan fácil.

Había muchos factores que no habíamos tenido en cuenta.

En primer lugar, que una cosa es ir al Registro Civil, pedir un turno y, un par de semanas después, volver con tu novio o novia, tus familiares y amigos, dar el sí, bañarse en arroz y hacer una fiesta —como hacían desde siempre las parejas heterosexuales— y otra muy distinta era ir acompañado de abogados y rodeado de cámaras de televisión, bancarte la humillación de que te digan que no, hacer juicio, salir en la tapa de los diarios, que te reconozca todo el barrio, los compañeros de trabajo, los vecinos y tener que estar durante semanas respondiendo a los llamados de los periodistas en tu casa. Quienes quisieran hacerlo debían estar completamente fuera del armario, aguantar la exposición pública y estar dispuestos a un largo proceso judicial.

Nadie hacía fila para ser el próximo. No era la Argentina de hoy, reconocida internacionalmente como el país más avanzado en materia de derechos civiles de la población LGBT, sino aquella otra que, después de mucho trabajo, conseguimos dejar atrás. Hablar de “matrimonio gay” —aún nadie decía “igualitario”— todavía sonaba raro, loco, utópico, imposible.

Por otra parte, cada pareja que presentara un amparo se transformaría, inmediatamente, en vocera y referente pública de la causa. Debían ser personas muy preparadas para responder a cualquier pregunta con la velocidad de la televisión, con argumentos sólidos y sin miedo, y que, si tenían que debatir al aire en un programa con un cura o un diputado homofóbico, pudieran ganarle. No alcanzaba con tener ganas —y pocos las tenían—, además había que estar preparado para asumir esa responsabilidad y bancarse lo que viniera.

Hasta que la justicia nos dio la razón por primera vez y hubo, finalmente, un casamiento, apenas habíamos conseguido presentar cuatro amparos. No cien: cuatro. Después del primer fallo favorable, en apenas un par de meses, las parejas dispuestas a hacerlo llovían en mails y llamados, y los abogados de la Federación no daban abasto con los pedidos de asesoramiento que recibíamos de todas las provincias. En unos pocos meses, presentamos los cien amparos que habíamos imaginado y más, porque había dejado de ser imposible, la gente estaba motivadísima y, con una pareja ya casada asumiendo el papel de referente, ya ni siquiera era necesario que las demás tuvieran tanta exposición. Era más la esperanza y menos la presión y el temor.

Pero faltaba casi un año para que eso sucediera.

Ahora necesitábamos dos hombres o dos mujeres que presentaran el próximo amparo en capital, en el fuero contencioso administrativo, y se prepararan para, si todo salía bien, ser los primeros en casarse.

Y no había candidatos.

—José y yo estamos dispuestos a hacerlo —dijo Alex Freyre en una reunión, en la sede de la Liga Argentina por los Derechos del Hombre, que nos había prestado una oficina para que la Federación contara con una sede provisoria.

—¿José y vos están en pareja? —preguntó María Rachid, sorprendida.

—Eso no importa —dijo Alex, muy seguro—. Esto es un compromiso militante y la Federación necesita que alguien lo haga. Nosotros no les tenemos miedo a las cámaras, tenemos experiencia en el manejo con los medios, somos activistas desde hace muchos años y nos sabemos el discurso de memoria. Después, si nos tenemos que casar, nos casaremos, que todo sea por la causa.

La decisión llevó varias semanas y no fue fácil.

Alex y José no eran pareja.

El mensaje que más fuerza le daba a nuestra lucha, más allá de los argumentos jurídicos, la Constitución y los tratados internacionales, era la idea que le dio nombre a una web de apoyo a la campaña: “El mismo amor, los mismos derechos”. Era eso lo que causaba empatía y multiplicaba el apoyo de una amplia mayoría de la sociedad.

—Si a mí no me dejaran casarme con mi novio el día de mañana, ¡yo armaría un lío bárbaro! —había dicho una de las adolescentes convocadas para los primeros focus group realizados por la consultora Analogías, contratada en secreto por el gobierno para saber qué pensaba la gente sobre el matrimonio gay. María y yo habíamos participado de la elaboración de las preguntas para las encuestas de opinión pública y también estábamos detrás del cristal de la cámara gesell cuando se hicieron los focus con grupos de distintas edades y clases sociales. Escuchamos muchas cosas como esa. Lloramos de emoción.

En la frase de esa chica estaba la clave de lo que necesitábamos comunicar.

—Si alguien se entera y, ponele, el diario La Nación publica que ustedes no son pareja, perdemos toda la credibilidad y todo el mundo se nos va a poner en contra —le dije a Alex cuando me pidió que lo ayudara a convencer a María, que no estaba de acuerdo y se opuso hasta el final.

Alex nunca se lo perdonó. Lo tomó como algo personal.

Yo estaba de acuerdo con ella y creo que el tiempo le dio la razón.

—Eso no va a pasar. Y si pasa, nosotros lo vamos a negar a muerte. Además, aunque no seamos novios, nos queremos de verdad y hemos cogido mil veces. Eso lo saben todos los que nos conocen —me respondió Alex.

—Pero no son pareja…

—Cuando un hombre y una mujer piden turno para casarse, ¿tienen que probar que lo son? No. ¿Por qué nosotros tenemos que probar algo? Nosotros nos queremos casar y punto. Nos queremos casar porque somos militantes y estamos peleando para que miles de personas que hoy no pueden presentar amparo puedan el día de mañana casarse sin hacer juicio ni salir en los diarios.

Sus argumentos eran razonables, pero los riesgos eran grandes.

A nadie en la Federación le cabían dudas sobre la capacidad de ambos para asumir la responsabilidad que significaba presentar el amparo. Eran dos de nuestros mejores cuadros en el manejo con los medios. El cruce de Alex con la diputada Hotton por TV fue memorable, como muchas otras entrevistas en las que cumplió muy bien su papel. Podían ser la pareja ideal para hacerlo, si fuesen pareja. Era eso lo que nos hacía dudar.

Finalmente, Alex lo logró.

Si hay otros que estén dispuestos a hacerlo, genial. Nosotros sólo nos ofrecemos para el caso de que no quede otra alternativa —decía.

Nadie más se ofreció.

Muchos de los activistas que hubiésemos querido hacerlo no podíamos porque no estábamos en pareja y no nos hubiésemos bancado hacerlo con un compañero y después, si salía el fallo a favor, tener que casarnos con él y fingir una relación inexistente. Otros, porque sus parejas de verdad (con las que después terminaron casándose) estaban en aquella época en el armario con la familia y no aceptarían salir en los diarios. Otros porque la exposición pública podría traerles problemas en el trabajo o, simplemente, porque no se sentían preparados.

No era fácil. El sacrificio personal que ofrecían Alex y José nos parecía admirable. Éramos compañeros y les creíamos. No nos imaginamos lo que vendría después.

El 22 de abril de 2009, fueron juntos al registro civil de la calle Uriburu 1022 y, como las tres parejas que lo hicieron antes, no consiguieron el turno. Pero esta vez, el amparo fue presentado en el fuero contencioso administrativo porteño.

Y, por primera vez, ganamos. Dejó de ser una utopía loca, imposible. Pasó a ser algo real y concreto.

El casamiento de Alex y José fue muy importante para el debate posterior de la ley en el Congreso y para que otras parejas, todas de verdad, se animaran a presentar sus amparos. También para que otros jueces se animaran a fallar a favor y otros gobernadores a cumplir los fallos. Y otros políticos a decir que estaban de acuerdo. Fue un efecto dominó y, paso a paso, lo conseguimos. Gracias al trabajo de lo que al principio había sido un pequeño grupo de locos que, tomando mate en la casa de María Rachid, imaginábamos un país imposible en el que gays y lesbianas se podían casar, fuimos el primer país de América Latina que conquistó ese derecho.

Ya podíamos decir la verdad.

Cuando, a fines de 2010, estaba terminando mi libro Matrimonio igualitario, en el que conté todo lo que hasta después de aprobada la ley no se podía contar, les propuse aprovechar el libro para revelar la verdadera historia de aquel primer matrimonio. Sería un relato épico que hablaría de la valentía de dos tipos que se habían sacrificado y arriesgado por los demás, para que miles de parejas que no podían presentar un amparo ahora pudieran casarse anónimamente en el registro civil de su pueblo, sin cámaras de televisión. Así lo creía yo en ese momento. Y también creía que, cuando contáramos la verdad, todo el mundo lo iba a entender y los iba a aplaudir.

Pero Alex y José se negaron.

Me dijeron que necesitaban tiempo, que había cuestiones familiares de por medio, que no estaban preparados. Para mí, era un dilema profesional: ¿Cómo escribir un libro sobre la lucha por el matrimonio igualitario sin contar una parte tan importante de la historia? ¿Y si después se sabía y yo quedaba como un mentiroso? Pero terminé convenciéndome de que debía respetar una decisión que tenía que ver con su intimidad, con su vida privada. “No estoy de acuerdo, pero los voy a respetar”, les dije. Aunque contar la verdad hubiese vendido más libros y me hubiese dejado más tranquilo, porque creía que era lo correcto, me convencí de que lo más ético era dejar que la decisión la tomaran ellos, que tendrían su vida personal expuesta y serían atacados por ello. Pero, como tampoco quería mentir, relaté la cronología del amparo y todo el proceso que permitió que se casaran sin hablar de la intimidad de la “pareja” ni dar detalles de una relación que no existía.

Aunque en aquel momento hicimos un pacto de silencio y todos prometimos no decir nada, yo pensé que sería como algunas otras cosas (quien leyó el libro se preguntará, por ejemplo, por la identidad del “amigo invisible”) que ya podríamos contar algún día, cuando llegara el momento y no perjudicara la vida personal de nadie.

El problema fue todo lo que sucedió después.

Alex se había creído el personaje. Cuando el telón cayó y el público se retiró de la sala, él siguió actuando, como si nada. No sólo no había querido contar la verdad —y nos había pedido no hacerlo— sino que, en vez de dar vuelta la página y seguir con su vida, agrandaba una mentira que ya no era más necesaria, porque la ley ya estaba aprobada. Contaba en twitter que estaba cenando con su marido, cuando todos sabíamos que tenía otra pareja. Daba entrevistas en televisión hablando de la intimidad de los recién casados y hacía chistes sobre la distribución de las tareas domésticas, aunque no vivían juntos. Iba a los actos políticos con José y saludaban como si fueran Perón y Evita.

Los militantes de la Federación no entendían nada. “¿Por qué hacen eso?”. “¿Se habrán enamorado en serio, como esos actores que interpretan parejas en el cine y terminan siéndolo en la vida real?”. “¿Están locos?”.

No, no era nada de eso.

Como dice mi amigo Daniel Seifert, un periodista que acompañó todo el proceso desde el principio y que en algún momento pensó en presentar un amparo con su pareja, Alex creyó que ser el primero en casarse le daba algún estatus, una especie de título nobiliario: “Primer Marido Igualitario”. Y empezó a sacarle provecho: fama, aparición en los medios, candidatura a diputado, cargo en el Estado, programa propio en la TV Senado, sueldo con varios ceros, poder para dar órdenes en algunos ministerios. Era vergonzoso.

La relación de Freyre con la Federación (un espacio que reúne a decenas de organizaciones, de diferentes colores políticos, que tienen como objetivo en común la lucha por los derechos civiles de la población LGBT) se tensó cada día más hasta que se rompió (recuerdo haberle dicho, en una discusión muy fuerte, que la Federación era un proyecto colectivo y no una cooperativa de estrellas) y Alex fue expulsado por unanimidad por la comisión directiva, como luego se decidió, también por unanimidad de muchas más organizaciones, no permitirle marchar en la cabecera de la marcha del orgullo de Buenos Aires. Él estaba cada vez más solo y, sin nadie que lo aconsejara, hacía cada vez más papelones. Pero nadie quiso contar nada, a pesar de la bronca que todos teníamos por su oportunismo.

La mayoría creía que contar la verdad mancharía la bella historia de una lucha victoriosa por una causa justa. También teníamos miedo de que los enemigos de nuestros derechos, con sed de revancha, usaran esa mentira contra nosotros, para desacreditarnos.

Yo creo que todos nos equivocamos. Lo digo, por lo que me cabe, como militante y como periodista. Daniel, que siempre me lo dijo, tenía razón: tendríamos que haberlo contado hace rato.

A veces las personas no están a la altura del lugar en el que la historia las coloca. Es una pena. Alex se casó gracias al trabajo de mucha gente que hizo por el matrimonio igualitario mucho más que él, pero, en vez de llevar con dignidad la responsabilidad de haber ocupado ese lugar de visibilidad en una lucha colectiva, quiso sacar provecho. Hizo todo tipo de payasadas para tener prensa. Nos avergonzó a todos mil y una veces con sus bravuconadas, sus declaraciones ofensivas contra las personas que viven con vih (asegurando que se iban a morir de sida si no votaban al kirchnerismo), su ridícula polémica con Serrat y Sabina, su campaña moralista contra los derechos de las trabajadoras sexuales, sus besos y abrazos con Luis D’Elía (defensor y vocero de la dictadura iraní, asesina de homosexuales) y su desesperación por los flashes y las cámaras. Y les sirvió en bandeja a los homofóbicos, aún resentidos por haber perdido aquella batalla, la posibilidad de usar sus constantes exabruptos para sacar del armario viejos prejuicios. Como otros mediáticos, se ridiculizó y dejó que lo ridiculizaran. Pero no era un mediático más, sino alguien a quien mucha gente asociaba con la conquista de un derecho civil. No se puede ser tan irresponsable.

Días atrás, luego del vergonzoso tuit en el que Alex dijo que Néstor estaba meando desde el cielo a los manifestantes de la marcha por el fiscal Nisman (estoy seguro que, si Néstor Kirchner viviera, le habría dado una gran patada en el culo), José María reveló por twitter que hace meses que iniciaron los trámites de divorcio.

También en Twitter, el periodista Daniel Seifert contó la verdad, aunque no dio detalles. Fue un alivio para muchos. Y es un buen momento para revelar la historia completa, asumiendo nuestra parte del error y poniendo un freno, antes de que empiece el show del primer divorcio igualitario en los programas de chimentos.

No, basta. Sería too much, como dice la Presidenta.

Creo que muchos militantes que hicieron mucho por la conquista del matrimonio igualitario están deseando, como yo, que la farsa de la pareja que nunca fue se termine de una vez. Hay muchas, miles de parejas de verdad que están casadas y pueden representarse a sí mismas, si los medios precisan hablar con alguna. Alex Freyre no es el vocero de todos ellos sólo porque fue el primero en firmar un acta de matrimonio. Y el problema no es que su matrimonio haya sido de mentira. El problema es que estábamos mintiendo por las miles de personas que necesitaban un derecho que no tenían, no por Alex Freyre. Como dicen los yanquis, it’s not about you. Y hay mucha gente seria, militantes que laburaron de corazón por ese derecho, a los que los avergüenza y les da bronca que él use aquella mentira que ya no se justifica para su propio beneficio personal.

Por eso era hora de contarlo.

Y a partir de ahora, que Alex haga y diga lo que quiera, pero que se haga cargo solito.

No más en nombre de una historia que es mucho más importante que el ego de cada uno y cada una de quienes la protagonizamos.
 


Fuente: http://blogs.tn.com.ar/todxs/2015/02/27/alexfreyre/