Los corrió la inundación pero volvieron porque las casillas que les dieron no tienen baños ni agua potable

Miércoles 02 de Diciembre de 2015, 05:20

-EN LA MONTAÑA. El paisaje contrasta con las dificultades y la falta de infraestructura para servicios esenciales.LA GACETA / FOTO DE FLORENCIA ZURITA



Desde la ruta parece un campo de refugiados. Lo primero que puede verse, a la distancia, son las casitas de madera con techos de chapa de zinc, una al lado de la otra, separadas por parcelas de 15 metros de ancho por 30 metros de largo.

Ninguna de las propiedades tiene construida la tapia divisoria. Apenas hay unos postes clavados en la tierra para marcar los límites de cada familia. El color claro de la madera barnizada resalta con el verde de las montañas en la espalda y el cielo azul en los días soleados.

La belleza del paisaje se cae a pedazos frente a los problemas de infraestructura que deben enfrentar los vecinos. Hay más de 30 familias, pero sólo tienen dos baños comunitarios. Esos baños son pequeñas estructuras de chapa cortada a la altura de los tobillos, como se usa en los baños públicos, donde se pueden ver los pies del usuario. Ninguno de los baños tiene agua. La pileta que debería usarse para lavarse las manos está cubierta de polvo, hojas secas y basura acumulada por el paso del tiempo.

En las aberturas donde debería haber ventanas hay madera clavada para frenar el viento. Todas las casitas tienen una cocina y un dormitorio. Padres e hijos terminan hacinados a la hora de dormir. Así viven los damnificados por las inundaciones ocurridas en marzo pasado. Antes estaban en la zona de La Cañada, en Raco, pero el agua les llevó todo. El nuevo destino que les dio el Estado está ubicado a la vera de la ruta 340, que conduce desde Raco a San Javier.

“Cuando llueve se inunda todo”, asegura Sebastián Salinas, mientras alza en brazos a su hijo Jeremías Salinas, de cinco meses. “El agua de la manguera se corta a cada rato y, por eso, muchos no quieren quedarse a vivir aquí y se volvieron a La Cañada”, agrega.

Rosalía de Salinas, su esposa, intenta entretener al mayor de los hijos, de tres años. “Está asustado. Nunca se olvida lo que ha pasado en La Cañada. Cuando empieza a llover, se pone nervioso y llora”, agrega la mujer.

El rugido del agua

La desgracia comenzó el último verano, cuando los pobladores perdieron sus casas por la crecida del río. Aquella vez, la tragedia llegó de noche y arrasó con todo a su paso, en medio de la desesperación de la gente por salvar sus vidas y rescatar a los animales. Marcelo Juárez, nacido en Raco, recuerda que no había palabras para decirles a quienes lo perdieron todo. “Usted no sabe lo que es mirarle la cara a la gente que ha perdido todo”, resalta.

Ellos vieron cómo el agua turbia del río arrastraba los chanchos y las gallinas. En el campo quedarse sin los animales para el sustento es una tragedia. A ocho meses de aquel desastre, nadie olvida el rugido del agua en medio de la oscuridad y la lluvia que demoraba la huida hacia la parte más alta del cerro.

Alumbrados con velas y cargando lo que pudieran llevar en la espalda dejaron sus casas en medio de la crecida. En La Cañada algunas casas quedaron con las paredes rasgadas como si hubiese ocurrido un terremoto. Sin embargo, la mayoría de las construcciones sucumbió a la fuerza destructiva del cauce de agua turbia. El agua se llevó los colchones mojados, la ropa y los calzados.

Juan Flores, padre de dos hijos, quedó relegado de la nueva distribución de terrenos. “No sé por qué, pero no me dieron nada”, dice. El joven vive con su esposa y los hijos al borde del lecho del río. Trabaja en la construcción y parece resignado a que no le darán nada. Pero prefiere no hablar para no terminar más perjudicado por los dirigentes políticos.

En las escuelas

En aquel tiempo fueron evacuados en dos grupos para terminar refugiados en las dos escuelas de Raco a la espera de que bajaran las aguas. En junio pasado les dieron el nuevo predio, a la vera de la ruta 340.

Petrona Lencina, de 48 años, es madre de 11 hijos y abuela de siete nietos. Ella prefirió dejar la casilla del nuevo predio y volver a su antigua casa en La Cañada. Para no perder esa nueva propiedad dejó ahí a uno de sus hijos como si fuese un custodio.

Ella cobra una pensión por ser madre con más de siete hijos (por mes $ 4.000) y cuando tiene trabajo se dedica a la limpieza en casas de veraneo. “Esa vez llovía y llovía y a la noche nos vamos a acostar y en un momento, como a las diez, me levanto y le digo a mi yerno: ‘me parece que el agua viene por el camino’. Yo sentía olor a barro”, recuerda.

Petrona tenía razón, la crecida venía en camino y los alcanzó en cuestión de minutos. Al final, los perros empezaron a correr y se mojaron todas las cosas. Ahora, la proximidad de la temporada de lluvias da miedo, lo admite, pero afirma que no hay nada como estar en su propia casa. “Allá no hay agua, no hay luz y así no se puede vivir”, se lamenta.
 

Fuente: http://www.lagaceta.com.ar/nota/663205/sociedad/lluvia-dejo-sin-casa-les-dieron-nuevo-destino-pero-viven-sin-agua-potable.html