El pueblo donde todos se encierran de noche por miedo a los zombis del paco

Viernes 21 de Octubre de 2016, 15:30

BARRO Y TIERRA. La comuna parece olvidada, en medio de calles desparejas y con “lagunas” tras los días de lluvia. La Gaceta / Fotos de Antonio Ferroni.



Cuando explota una bomba de estruendo en Delfín Gallo, todos saben que ha llegado la droga. Que en un rato, detrás de esa callejuela sin salida, se juntará una jauría de jovencitos que ha oído el llamado. Que comprarán cuanta porquería barata les ofrezcan. Después, cuando se haga de noche y el resto de los pobladores se encierre, ellos andarán afuera, culebreando arriba de las motos, robando lo que alcancen a sacar de los patios y drogándose en la plaza, hasta quedar como muertos vivos. Por eso los vecinos los llaman "zombis del paco".

“Son zombis, mami. Y si te descuidás, te sacan todo”, cuentan dos mujeres. Son las ocho de la mañana. A esta hora, la plaza principal es caminada por madres con críos y todos hablan de él. El hombre al que se refieren ellas es Juan Viroche, el padre al que encontraron ahorcado, hace dos semanas, en una parroquia de La Florida, una localidad pegada a la de Delfín Gallo. La noticia estalló a lo ancho en los medios, porque el sacerdote denunciaba que a los jóvenes de ambos parajes -en los que ejercía su ministerio- los estaban enviciando. Y aunque las informantes dan sus nombres, piden que eso no se escriba. Publicar sus datos sería peligroso -advierten-. ¿Miedo? Sí, tienen miedo hasta de mirar.

“Al cura lo han muerto, mami. Lo del suicidio fue armado. Matar al cura no es callar al cura. Es callar al pueblo. Él era nuestro referente. Con esto, le han dicho al pueblo que se calle”, conjeturan. En el caserío ha empezado a bullir la jornada. Los empleados de los planes sociales palean el barro. Lo quitan de un lado y lo echan en otro. Da igual, porque aquí el barro se pisa por doquier. Desde que se acuerdan, la vida ha sido así: rústica. Pero las cosas cambiaron un par de años atrás. “Entró uno que empezó a vender, y pervirtió al resto. Desde los 14 años, los chicos andan como sonámbulos”, añaden las mujeres.

• De miserias y moscas

Delfín Gallo nació y creció alrededor de tres ingenios: La Esperanza, Luján y El Paraíso. Pero desde agosto de 1966, cuando el Gobierno militar cerró esas y otras fábricas azucareras de Tucumán, aquí no hay huellas de prosperidad, sino de miseria. Los pobladores no tienen ni un supermercado, cajero automático o estación de servicios. Ni siquiera amasan su propio pan, sino que lo traen de otras localidades.

La comuna está anclada en el departamento de Cruz Alta, hacia el este y a unos 10 kilómetros de la capital provincial. En sus barrios y colonias desparramadas entre los cañaverales, habitan unas 16.000 personas. Si uno nunca ha estado aquí, lo primero que le llama la atención son esas ausencias. En torno a la plaza, que ocupa un cuarto de manzana, no hay tampoco ni un bar o pulpería, siquiera. Apenas una carnicería con una cortina de plástico hecha de tiritas, un almacén llamado “Kevin” y una tienda de ramos generales.

Frente a esa plazoleta se encuentran, también, el edificio de la comuna (cuya fachada con pisos de cerámicos contrasta con los barrosos umbrales vecinos); una iglesia y una comisaría (la misma de la que, dos meses atrás, se fugó José “Pico” Peralta, supuesto narco que ni los jueces sabían que estaba detenido en este confín). Lo segundo que causa asombro son las moscas: en Delfín Gallo, andan como enjambres. Dirá más tarde José Luna -un funcionario de la comuna- que eso viene ocurriendo hace un tiempo, cuando comenzaron a regar los cañaverales con vinaza.

Pero eso será más adelante. Ahora cuenta que las estadísticas que maneja el gobierno local indican que, del total de habitantes, unos 5.000 son jóvenes de entre 14 y 20 años. En su mayoría, no han terminado el secundario. Los adultos trabajan en el limón, la caña de azúcar y el arándano. Pero cuando acaba el tiempo de la cosecha, pasan a ser desempleados. La comuna emplea a unos 200 trabajadores en su planta permanente y a unos 165 contratados, de acuerdo a esas cifras oficiales.

• El dañino

La mañana ha avanzado. Son las 10 y sopla un viento frío para el cálido octubre tucumano. Roxana quita el cerrojo de su tienda, para dejar entrar a unos clientes.

La televisión está encendida y el canal de noticias “Crónica TV” pone imágenes del cura, con un título en letras rojas que dice: “A Viroche lo mató la mafia narco”.

Entonces ella y las otras personas enmudecen para oír a un periodista decir que algunos no creen que el cura se haya suicidado, como propone la pericia policial.

“Este era un lugar tranquilo. Teníamos paz y seguridad. Pero eso se acabó cuando llegaron los narcos. Y el padre fue el único que tuvo el valor de luchar. Por eso, lo amenazaban. Por eso, también, no te voy a dar mi apellido. Tengo muchísimo miedo”, dice Roxana.

Los demás suponen que en los barrios que están cerca de los cañaverales, la gente sí se animará a identificarse. Pero por estos lares, no.

Y es que justo ahí dentro (señalan con la cabeza hacia un negocio ubicado frente a la plaza) hay un vendedor de drogas. “Era nuestro compañero del colegio. ¡Miralo ahora! Pero él es vivo: no se droga; vende para hacer daño. Hace unos meses, estaba muy mal. No tenía ni para comer. Me llamó y me dijo vendé, no seas boluda. Vas a tener plata, auto y moto’”, cuenta una clienta.

Como conjeturaban los entrevistados, en los vecindarios campo adentro la gente habla con menos resquemor. La peluquera Sara Ibáñez señala, por ejemplo, un banco de cemento situado en la vereda de su casa. Antes -cuenta- se sentaba ahí en las noches de verano, a tomar fresco. Pero ahora, apenas oscurece se encierra.

Mientras espera el colectivo que lo llevará a una finca, Ramón Vázquez dice que el problema es la falta de trabajo: “como el changuerío no tiene qué hacer, consume”. A sus 74 años, Blanca Villagra dice que le duele ver en qué se ha convertido su pueblo (”me da una impotencia”). Víctor Hugo Tejada asegura que todos saben quiénes son los que venden. Pero que ninguno se atreve a culparlos. “¿No se dan cuenta de que nos están matando a nuestros hijos”, pregunta.

Dora Jaime cuenta que son cuatro o cinco los que se dedican a la comercialización, y que se trata de personas “nacidas y criadas” ahí.

Lucrecia García no cree que el cura haya tenido amoríos y que se haya matado por alguna razón devenida de esas relaciones, como propone una de las líneas de la investigación: “a esa que dice que iba con él al telo, la han puesto. Juan tenía minones a la par. ¡Qué iba a andar con esa demente! ¡Cómo va a decir que iban al telo, qué se cree que tiene 20 años!”.

A estas alturas, a uno le queda claro que Delfín Gallo era, no mucho tiempo atrás, un pueblo de campo. Pobre, pero que conservaba su inocencia, tal vez. Pero un aciago día, entró la droga y se propagó como una gripe. El padre Juan era el único representante de una institución que intentaba contener a sus habitantes. Tras su muerte, los pueblerinos parecen sentir que han quedado solos en ese infierno.

Antonia Dolores Maza es la hija del delegado comunal, Osvaldo Antonio Maza. Se presenta a si mísma como encargada de la oficina de Rentas, pero en estos momentos no se encuentra en su despacho, sino en un rancherío de niños con mocos y caballos huesudos. Les indica a sus ayudantes que entreguen dos camas, y después responde las preguntas: “es cierto lo que dicen los vecinos. Acá hay mucho delito. Los jóvenes no tienen qué hacer. Dejan la escuela y andan robando. Los policías colaboran como pueden, porque son tres y no alcanza. El cura daba la vida para que los chicos salgan adelante y dejen de drogarse. Ahora, nosotros tenemos que unirnos y seguir su lucha”.

- ¿Y cómo piensan hacerlo? ¿Qué medida ha implementado la comuna?

- Medida puntual... ninguna.

- ¿Ustedes no han salido a dar ninguna respuesta?

- Estuvimos haciendo reuniones, coordinas por la Subsecretaría de Prevención de Adicciones de la provincia. Pero la gente no participa. Hay falta de compromiso.

- Como funcionaria, ¿qué opina de lo ocurrido?

- Versiones, hay miles. Pero yo lo he conocido al cura Viroche, y era una excelente persona. Él escuchaba a los chicos como no lo hizo nadie en este pueblo.

“Acá hay mucha pobreza y falta de educación. Los vendedores de droga encontraron un caldo de cultivo propicio. El pueblo ha cambiado muchísimo. Antes era tranquilo. Y la verdad es que no tenemos escuelas de fútbol ni talleres para los jóvenes”, concluye Maza.
 

Fuente: http://www.lagaceta.com.ar/nota/704226/policiales/delfin-gallo-pueblo-infierno.html