Dos tucumanos que estuvieron cerca de la muerte cuentan su experiencia

Domingo 08 de Julio de 2018, 09:06

Karina Acosta y Alvaro Jiménez. FOTO LA GACETA / DIEGO ARÁOZ



“Doctor, quiero que me diga la verdad”, lanzó Karina Acosta. Estaba decidida a enfrentar lo que sea. Tenía 19 años. Quería llevarse el mundo por delante.

“Es cáncer, y es muy grave”, le contestó el médico. En el consultorio había tanta tensión que el aire podía cortarse con un cuchillo.

“¿Cuánto me queda?”, lanzó ella.

“Dos... tres meses”, contestó el especialista. “Igual vamos a hacer los tratamientos pertinentes, las operaciones que sean necesarias...”, continuó.

¿Te imaginás, por unos minutos, tener que ponerte en la piel de Karina? Levantarte durante 60 o 90 días pensando en lo poco que te queda, en que quizás mañana ni siquiera te despiertes, en qué vas a hacer con tus sueños y proyectos, en cómo quedan los que se quedan, en cómo y cuándo vas a morir.

Hay incertidumbre. Hay mucho miedo. Aparecen todos los pendientes. Es como si de repente, en medio de la película, la pantalla se pone negra y aparecen los créditos. Y uno piensa: “¿por qué ya?, no quiero que termine todavía”. Algo así, más o menos, se siente cuando se tiene la certeza de que muerte está muy cerca, dice Karina.

Casi se muere, pero no se murió. Para sorpresa de los médicos y de toda su familia y amigos, se curó. O tal vez el diagnóstico no era tan concluyente. A 20 años de aquel momento ella lo único que festeja es que está viva. Lo hace cada día, todos los días, cuando se levanta y aparece su sonrisa.

Viaja en el tiempo para contar que todo empezó por un golpe que ella se dio con la puerta del auto, justo arriba del tobillo derecho.

“Me salió como si fuera un chichón bien grande. No le di importancia. Hasta que empezó a dolerme muchísimo. No podía caminar. Entonces fui al médico”, recuerda Karina, que en esos años estaba estudiando la carrera de Psicología. “Después de varios estudios y de una biopsia, me dieron el diagnóstico: era un schwannoma maligno y aparentemente mortal”, describe la mujer, vecina de San Cayetano.

“Al principio lloré y lloré muchísimo; no podía entender. Quería que nada de eso sucediera. Empecé de inmediato las quimioterapias, me sentía muy mal, se me cayó el pelo ¡Yo amaba mi pelo! Igual, aunque sabía que me quedaban días, no me quería ir... me aferré mucho a la vida, a la fe, no estaba decidida a bajar los brazos”, cuenta.

Unas semanas después, Acosta empezó a cambiar. Ya no se quejaba del cáncer y trataba de tomar con humor algunas cosas: “un día iba caminando y el viento me voló la peluca; quedó agarrada en la rama de un árbol. Entonces, me empecé a reír a carcajadas. Fue un momento hermoso”. “Comencé a ver la enfermedad de otra manera, a sentir que estaba ahí en mi vida por algo”, detalla. Después de la aceptación, pasó por cinco cirugías, una más dolorosa que otra. “Esa fue la parte más dura. Yo entraba al quirófano y no sabía si salía”, confiesa.

Luego de dos meses, un estudio de rutina le trajo un alivio inesperado: el cáncer había desaparecido. Y la supuesta metástasis que iba a ocurrir no sucedió. Nadie entendía nada. Tampoco podía hacerse muchas ilusiones. Cada seis meses repetía todos los análisis. Pasaron dos décadas. “No me he muerto”, exclama, aún con cara de sorpresa. “Mirá que pasé varios días esperando que me llamen de arriba... sigo esperando. Se ve que no me quieren allá”, bromea.

Cuando comprendió que no se iba a morir -al menos no en ese momento- empezaron a aparecer nuevos pensamientos. Hizo un clic, que significó varias cosas: “empezás a valorar mucho más la vida, el día a día, las cosas pequeñas, decirles a las personas que te rodean cuánto las querés y las necesitás. Soy muy cargosa”.

“A las cosas malas ya no las pienso como un castigo, sino como algo para aprender a valorar más la vida”, añade. Aprendió que el tiempo es precioso y que no hay que perderlo en discusiones insignificantes, por ejemplo.

“Es mentira que uno hace una lista de cosas pendientes o está pensando en hacer ese viaje que siempre soñó. Yo no quería morirme, sólo pensaba en vivir y en recuperar mi rutina, estar con las personas que amo”, resalta la mujer de los mil gestos: sabe expresar con su rostro todas las emociones posibles. Lo aprendió en su preparación para payaterapeuta. “Desde que estuve tan enferma sentía una enorme necesidad de agradecer por mi vida, de devolver algo a la sociedad”, cuenta la mujer que ahora recorre salas de enfermos terminales en los hospitales para llevarles un poco de alegría. “No miro jamás a una persona enferma con lástima; eso es lo peor”, dice.

Karina, que aprendió a no ponerse metas a muy largo plazo, se casó hace cinco años y sueña con ser mamá. Antes de eso estudió para ser monja, pero en el camino dio marcha atrás. “También aprendí a hacer las cosas que quiero, y a decir que no cuando no quiero”, explica. Parece un cliché, pero esos días de incertidumbre, le dejaron una gran lección: “la vida es corta, vivila como vos quieras, no como los otros quieran”.

“No se cómo me salvé”

El primer balazo le perforó el hombro. El policía Alvaro Jiménez (35 años) cayó de la moto y quedó tendido en el piso boca abajo. Rogaba que los delincuentes se fueran de allí. Pero no. Se acercaron hacia él. Murmuraban. Y sintió otro disparo, a la altura de la cintura. Ese fue a quemarropas, por la espalda. “Se me pasó toda mi vida por la cabeza”, cuenta.

Aquella mañana del 27 de diciembre pensó que no sobrevivía. “Uno sabe que es un oficio arriesgado el del policía, pero ¿quién está preparado para morir? Yo ese día no estaba preparado”, confiesa. Fue herido en momentos que intentaba interceptar a dos desconocidos a bordo de una moto, quienes escapaban después de robarle la cartera a una mujer.

Un calor intenso lo recorría por dentro. Los primeros médicos que lo atendieron no decían nada. “No se cómo me salvé”, reconoce el cabo. Aunque le tiraron a matar, las balas entraron y salieron de su cuerpo sin tocar ni uno de los órganos vitales.

Desde aquel día, muchas cosas cambiaron. “Ya no veo la vida de la misma forma. Cada día pienso en lo importante que es estar vivo, y en que todo puede acabar en un minuto. Me replanteé pasar más tiempo con mi hijo de siete años, disfrutarlo, verlo crecer. Uno a veces dedica mucho tiempo al trabajo y no a la gente que quiere. En esos minutos en la ambulancia me daba vueltas en la cabeza eso, que quería estar un poco más de tiempo con mi hijo”, reflexiona el hombre que cada tanto se pellizca el brazo para ver si en verdad está vivo.

Imaginó que iba a recuperarse rápido, pero no fue fácil. “Hay un persona antes y otra después de lo que me pasó. Ahora festejaré mi cumpleaños en diciembre, el día que volví a nacer. Aprendí a valorarme más a mí y a mis seres queridos”, cuenta.

Una caricia de su pequeño Facundo. Una reunión con amigos. Hoy todo eso significa mucho más para este policía. “A veces uno se olvida de que los seres queridos, lo verdaderamente importante”, sostiene.

De ahora en más, desde que “casi” se muere -como dice varias veces en la entrevista-, el policía ya no quiere esperar para hacer cosas que le gustan. “Y tampoco me sentiré obligado a hacer lo que no quiero; aprenderé a decir que no”, resume.

Aunque a ellos pensar que había llegado su fecha de vencimiento les cambió la forma de vivir, es preferible no saber el día, ni la hora, ni cómo moriremos. En eso coinciden Karina y Alvaro. Sienten que les dejaron disputar un tiempo extra. Y ellos ya no quieren quedarse en la mitad de la cancha. Es preferible jugarse todo, ganar y perder, y vivir el día a día con mucha intensidad, concluyen.

Fuente: https://www.lagaceta.com.ar/nota/776741/actualidad/lo-aprendi-al-estar-cerca-muerte.html