Así murió Diego Maradona

Domingo 29 de Noviembre de 2020, 09:02





Por Martín Voogd
Clarín

Solitario. Triste. Atrapado por sus demonios.

Así murió Diego Maradona.

Un puñado de días antes del final, a la espera de ese alta que se demoraba tras la cirugía en la clínica Olivos, Maradona había imaginado un plan de escape entre siesta y siesta por la sedación. Pidió intercambiar la ropa con la persona que lo estaba cuidando para dejar la habitación. Y, ante la negativa, Diego pensó en voz alta a la espera de una respuesta.

¿Vos qué harías si fueras Maradona?

La verdad, Diez, no me gustaría ser ni un segundo Maradona, le respondió con una honestidad extrema tras tomarse un poquito de tiempo para elegir bien las palabras.

Eso mismo me pasa. Me gustaría tomarme vacaciones de Maradona.

Todos los que lo frecuentaban en los últimos tiempos coinciden en que Diego se había cansado de ser Maradona y un poco de todo lo que lo rodeaba por ser Maradona. Deseaba disfrutar de cosas simples que iban a contramano de su vida de rockstar tiempo completo. Pero Maradona ya se había apropiado de Diego. Y a los 60 años, esos que cumplió el pasado 30 de octubre, ya era difícil alterar el funcionamiento de esa maquinaria que lo llevó a ser el mejor de los mejores y el más famoso de los famosos. La prueba fue el impacto de la noticia de su muerte que no deja de doler.

La insuficiencia cardíaca que acabó con su supuesta inmortalidad sucedió en algún momento de la mañana del miércoles 25 de noviembre de 2020. Fue en su habitación de la casa ubicada en la unidad 45 del barrio privado San Andrés, en el norte del Gran Buenos Aires. Fue ahí, pero pudo haber pasado hace dos décadas en Punta del Este cuando casi le explota ese corazón que empezaba a dar señales de debilidad. O hace 16 años en la Suizo Argentina. O en pleno Mundial de Rusia. O hace menos de un mes en la cancha de Gimnasia. O antes de que llegara a la Clínica Ipensa de La Plata. También pudo suceder durante la operación del hematoma subdural crónico en la clínica Olivos. O en el posoperatorio. O mañana. O dentro de 10 o 20 años.

Pero su corazón se apagó mientras dormía. Falló. Y no hubo tiempo para otro milagro.

Y punto.

Final.

Su muerte, esa que todavía se llora, esa que todavía resulta casi imposible de creer, esa que golpea ante cada homenaje, ante cada video de YouTube que se reproduce en forma viral, pudo haber sido en todos esos momentos. Pero la insuficiencia cardíaca sucedió en algún momento antes del mediodía de este maldito miércoles 25 de noviembre de 2020. Fue en la casa que habían elegido entre su familia y su entorno para que por fin moderara los excesos. Esos excesos que lo definían como Maradona. Esos excesos que le impedían ser Diego por más que Diego se empecinara, a veces sin demasiado empecinamiento, en dejar de ser Maradona.

Esos excesos que lo llevaron al límite. El final lo encontró lejos de las drogas desde hacía tiempo y en pleno proceso de una obediente desintoxicación del consumo dañino, aunque tal vez no excesivo, de alcohol y de fármacos. Todo en un cuerpo condicionado por ese bypass gástrico con el que buscó luchar contra la obesidad en algún momento de todas sus vidas.

Así estaba Maradona, atrapado por sus fantasmas ?los de Doña Tota y Don Diego, especialmente? y acongojado por esos deseos que él mismo muchas veces boicoteaba ?unir a todos su hijos, por ejemplo?. Sólo recuperaba un poco de esa luz que gradualmente perdía intensidad y brillo cuando estaba cerca de una pelota y de una cancha de fútbol. Porque allí era donde se olvidaba de todos sus demonios.

Diego Maradona estuvo en su primera práctica desde la vuelta al trabajo del  Lobo - Diario EL SOL

Triste. Así murió Diego Maradona. Y parece una paradoja. Pero Maradona no fue Maradona porque sí. El talento innato lo llevó a ser el mejor de todos en la especie de los futbolistas. Y el talento innato se alimentó de caprichos. Y los caprichos lo transformaron en un ser indomable. Y su condición de indomable explica las dificultades de todos aquellos que lo rodearon y que poco pudieron hacer para cambiarlo. No lo podían domesticar sus hijos, con quienes tenía vaivenes emocionales, pasiones y broncas inexplicables. Tampoco sus parejas y sus exparejas. Y la misma suerte dispar corrían sus entornos. No era fácil ser Maradona. Y menos sencillo resultaba estar al lado de Maradona. Seguirle el ritmo. Incluso, en estos últimos años, cuando se movía por el mundo con ese paso cansino, con las rodillas y los tobillos maltrechos por culpa de todas las patadas que recibió en su época de futbolista sin igual.

Maradona seguía usufructuando de esa empresa unipersonal que construyó y que nunca dejó de facturar, ni siquiera en sus peores momentos, desde aquel debut con Argentinos Juniors con casi 16 años cuando se hizo cargo de todo lo que lo rodeaba. Maradona tomaba decisiones y sus decisiones tenían el imperativo de un rey y muchas veces iban a contramano de aquellos que le intentaban hacer entender que el costo sería muchísimo más alto que los beneficios. ¿A quién culpar de su última aparición pública cuando asomó cual Cid Campeador? Apoyado en dos asistentes, caminó con dificultad la cancha de Gimnasia mientras se emocionaba y lucía un flamante sponsor en su buzo de DT. Todo mientras Claudio Tapia y Marcelo Tinelli, los dos hombres fuertes del fútbol argentino, celebraban un cumpleaños en el que casi no tenía argumentos y fortaleza para festejar.

Maradona cumplió 60 años un viernes. Ese viernes se lo vio roto. Un espectro. Y el lunes siguiente fue internado en una clínica de La Plata. Estaba anémico producto de su decisión de abandonar el plan nutricional, con complejos vitamínicos y proteicos que había empezado unos meses atrás y que allá no tan lejos por agosto lo mostraba activo, encendido y con ganas de más.

Aquel viernes de cumpleaños estaba descompensado por el alcohol y por los fármacos que consumía para anestesiar los dolores. Los dolores del cuerpo y del alma. Los 60 le habían caído muy pesados. Estaba enojado. Estaba triste. Extrañaba por demás a sus papás. La muerte de Doña Tota en 2011 y la de Don Diego en 2015 lo habían dejado huérfano del amor incondicional y de la contención genuina que siempre necesitó. Quería juntar a todos sus hijos. Pero la pandemia fue una buena excusa para maquillar diferencias que nunca se terminaron de disimular.

El chequeo en La Plata, además de mostrar que los valores químicos de su cuerpo estaban en niveles preocupantes, sirvió para detectar mediante una tomografía ese hematoma subdural crónico que estaba alojado en la base del cráneo. ¿Producto de un golpe? ¿Producto de un hígado que no funcionaba del todo bien?

La operación fue inevitable por más que los intereses y las mezquindades quisieran meterse de prepo en el quirófano. La operación fue un éxito y en no más de 72 horas habría recibido el alta de ser una persona normal. Pero Diego no era normal. Su cuerpo manifestó otros problemas. El cuerpo estaba mal acostumbrado al alcohol y a los fármacos y pedía a gritos una desintoxicación. Y fue esa abstinencia la que lo llevó a estirar su estadía en la clínica. Y fue esa advertencia la que sirvió para que todos sus satélites se dieran cuenta de que la historia tenía que cambiar para tratar de ayudarlo.

¿Deseaba acaso la ayuda que comenzó a recibir?

Nadie imaginaba que 14 días después todo el pueblo lo estaría llorando. La internación domiciliaria en el barrio San Andrés fue el producto de una decisión consensuada. Sus herederos en bloque tomaron el mando. Lo hicieron en sintonía con su entorno, que fue su imperfecto muro de contención, como lo fueron todos sus entornos desde que Maradona tuvo entornos. Porque Jorge Cyterszpiler también fue bueno y malo, como también fueron buenos y malos, según como soplara el viento y los intereses, el ahora redimido Guillermo Coppola, Marcos Franchi y todos los que lo acompañaron hasta llegar a Matías Morla.

Las preguntas que aún no tienen respuesta tras la muerte de Maradona |

Tal vez los entornos no eran el único problema. O el principal. El problema para Diego muchas veces terminaba siendo Maradona. De ahí sus peleas intestinas y muchas veces inexplicables con su familia. Porque todo lo que tenía de divino y maravilloso como futbolista era su yin que se complementaba con el yang de su compleja personalidad. Esa que afloraba cuando se sacaba el traje de superhéroe que constaba de una camiseta, un pantaloncito, unas medias altas y unos botines, en lo posible, desatados.

¿Fue la internación domiciliaria la mejor opción para Maradona? Fue la opción viable y posible. Aunque médicos que jamás estuvieron cerca o que ya estaban lejos del centro de la escena digan lo contrario con el cómodo aval del diario del jueves.

Se puso sobre la mesa la opción de llevarlo a una clínica de rehabilitación. Pero no existía voluntad de Diego de ser ingresado a un lugar de esas características para que las nuevas adicciones se transformaran definitivamente en parte del pasado. Se pudo haber forzado la internación en un neuropsiquiátrico. Se evaluó. Pero no había criterios médicos de insania ni de incompetencia que justificaran una medida tan extrema.

Diego estaba lúcido. Era autónomo. Diego podía decidir por sí mismo. Diego decidía por sí mismo.

Fue por eso que se resolvió la internación domiciliaria en el barrio San Andrés, próximo geográficamente de su familia, que volvía a estar aún más cerca a nivel vínculos. Allí se trazó un plan para tenerlo controlado las 24 horas. Aunque quienes nunca se separaron fueron sus laderos incondicionales de los últimos tiempos. Johnny, su sobrino, Maxi, cuñado de Morla, y Monona, la cocinera que se había transformado en una especie de madre postiza, que lo consentía y que fue quien le preparó unos sánguches de miga como esa última cena que Diego jamás llegó a degustar. Ellos lo ayudaban y lo trataban de contener todo el tiempo. Pero Maradona era incontenible.

Su último médico, Leopoldo Luque, era uno de los pocos a los que escuchaba en los últimos tiempos. Hubo química. Hubo amor de padre a hijo. Pero Diego no siempre acataba las órdenes. Fue quien lo operó del hematoma subdural, pero también fue quien trató en los últimos años de remendar ese cuerpo percudido por los excesos y por el fútbol cruel de los tiempos de Maradona. Luque lograba ordenarlo muchas veces. Pero otras tantas Diego lo gambeteaba como a los ingleses y hasta incluso lo evitaba.

El jueves de la semana previa a la muerte, Luque lo fue a ver y Maradona estaba en la cama. El médico lo invitó a que se levantara y Maradona se levantó. Pero para echarlo de la casa. Hasta amenazó con pegarle si no se iba inmediatamente. Le tiró, incluso, un manotazo que no llegó a destino. Cuando vio que el doctor manoteaba un paquete de galletitas antes de dejar la casa, lanzó: “Este Luque es un hijo de puta… Que se vaya a comer a su casa”.

Así era la relación desde que se conocieron en 2016: amor, odio y otra vez amor. Al rato se le pasaba y el Diez lo llamaba para hacer las paces. Se volvieron a ver tres días después.

Luque oficiaba como intermediario para que el Maradona Dios se convirtiera en el Diego terrenal. Abría el juego con otros especialistas que trataban de rodearlo para que se diera cuenta de que había que parar un poco la máquina. Pocos lograron ganarse esa confianza que parecía ser exclusiva del neurocirujano. Algunos, como su psicólogo, Carlos Díaz, lograron derribar el muro y hasta llegaron a compartir un partido de fútbol por televisión. Esos partidos que muchas veces elegía ver solo. La mayoría de las veces Diego no quería estar con nadie. Y sus deseos eran órdenes inmodificables a pesar de que Maxi, Johnny y Monona intentaban persuadirlo de lo contrario.

Las dos últimas semanas de Maradona con vida fueron una montaña rusa emocional. Los primeros días tras el alta de la Clínica Olivos fueron buenos y esperanzadores. Parecía dispuesto a aceptar cambiar sus hábitos para complacer los deseos de su gente. Lucía feliz por haber podido reunir a la familia a costa incluso de ese hematoma subdural y de esa última entrada a un quirófano.

Pero luego volvieron las contradicciones. Las ganas irrefrenables de volver a ser Maradona. Y el Diego de las buenas intenciones, con ganas de salir, se transformó en el Maradona de los enojos. El Maradona de la soledad incurable. El Maradona distante. El Maradona que no se convencía de que lo que hacía era lo mejor y que no quería recibir ayuda. El Maradona que no podía apagar sus demonios. Y así fue cómo pasó tres o cuatro días en el barrio San Andrés.

El buen humor, en ese subibaja, volvió aflorar con alguna caricia que llegó de parte de su familia. Pero duró poco. Casi nada.

Las últimas horas de Maradona fueron las de un Maradona otra vez triste y encerrado en sus fantasmas. No quería ver a nadie. Por eso tomaba fuerza el “Plan Cuba”. Volver a ese lugar que lo hizo feliz y le permitió escapar de las drogas.

Contrariado, se fue a dormir el martes 24 de noviembre. Angustiado. También nervioso. Así fue la última imagen que entregó con vida, más allá de la discusión que terminará en la justicia para determinar en qué momento exacto se produjo la muerte y si hubo mala praxis del servicio de enfermería que tenía durante 24 horas, como acusó Morla, o si simplemente ese corazón desvencijado eligió, como cualquier mortal, un momento común y poco extraordinario para apagarse.

Así murió Diego Maradona. /Clarín