“¡Maté a mi mujer!”: la crónica del crimen cometido por Amín en Tucumán

Jueves 11 de Mayo de 2023, 13:44

En el hotel Catalinas Park sucedió el asesinato siniestro que nadie en la provincia ha podido olvidar. Esta es la historia completa que detalla cómo alguien puede acribillar con odio a quien 15 minutos antes había besado.



Alguien grita en el quinto piso. En la recepción, en planta baja, creen oír algo, pero este hotel lujoso de San Miguel de Tucumán está frente al Parque 9 de Julio y, por las noches, algún ruido inesperado interrumpe la calma. Siempre hay una frenada brusca, árboles zamarreados por el viento o insultos de un borracho con ganas de pelear. Ojalá hubiera sido algo de eso.

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El guardia y el recepcionista se miran otra vez. No oyeron un alarido colado por una ventana abierta; es una voz gruesa y pesada que se acerca. Se acerca, retumba en los pasillos y baja por la escalera:

– ¡Mandame el ascensor! ¡El ascensor, la puta madre!

La señal del ascensor indica que alguien lo llamó del quinto piso. Pasan dos minutos y vuelve el grito desesperado. El recepcionista da un paso largo, corre por la escalera y se detiene de repente, en el descanso entre el primer y el segundo piso. Ve algo. Se queda inmóvil, petrificado, con el espanto de quien ha visto aquello que no se puede contar porque recordarlo carcome el cerebro. Hay un hombre desnudo – de dos metros de alto y 120 kilos – sentado en la espalda de una mujer acostada en el suelo, también desnuda. Rubia y desnuda. La agarra del pelo y estampa su cabeza contra el suelo, que ya es un charco de sangre. Lo hace una y otra vez. La mujer no dice nada. Sólo sangra. El camino rojo viene del piso de arriba; la arrastró por las escaleras. El recepcionista está espantado. Acaba de ver el rostro de ella: no tiene los ojos. Hay dos agujeros negros donde deberían estar las esferas blancas con círculos azules. Por ahí, ahora, chorrea sangre. El hombre mira al recepcionista y le grita: «¡El ascensor que la maté! ¡Maté a mi mujer!». Y otra vez la golpea contra el piso. El empleado del hotel cierra los ojos, los ciñe con espanto. Cuando puede abrirlos, corre al teléfono.

Aquello pasó en la madrugada del domingo 28 de octubre de 2007, la noche del sábado. Horas después, mientras los tucumanos votaban en la elección que consagró a Cristina Fernández como presidenta, el comentario de los ojos arrancados no faltó en ninguna de las mesas electorales. Los policías que trabajaron en los comicios repartieron la noticia antes de que saliera en los diarios. Y se difundió con la rapidez con que saltan los chismes en las ciudades que todos tienen, por lo menos, un conocido en común. Todos querían saber quién es el brutal asesino y por qué lo había hecho. Preguntaban, también, si había logrado escapar después de su atroz crimen.

El día del asesinato, la pareja había llegado de La Banda, Santiago del Estero, a 200 kilómetros al sur de la capital tucumana. Ambos nacieron y se criaron ahí. Él, Pablo Antonio Amín, de 24 años. Exitoso vendedor y consumidor del polvo dietético Herbalife. Robusto, gigante y morocho. Manejaba un Citroen C3, con calcos de la firma que lo había hecho adelgazar 40 kilos en cuatro meses, en 2005. Pesaba, entonces, 160 kilos. Desde que adelgazó, su vida giró en torno al producto adelgazante y tonificante. Ella, María Marta Arias. Le decían «Martita». Estudiante de tercer año de Ciencias Económicas, callada y discreta. Ya de novios, Pablo no gustaba a sus hermanos, pero no les prestaba atención. Se conocieron de chicos, cuando cursaban inglés. Tres meses antes del crimen, en una iglesia santiagueña, habían jurado amarse y respetarse para toda la vida. Y luego, entre sonrisas y mimos, se pusieron los anillos.

*****

Ese sábado de locura empezó con Pablo a los gritos con los puños en alto, en la puerta del Hotel Tucumán Center, que invitaba a pelear a otro vendedor de Herbalife, pero estaba solo, le tiraba la bronca al aire. Unas horas antes, había disertado en una conferencia en este hotel.Habló sobre la preparación de un licuado de Herbalife, y notaron que transpiraba mucho. Hacía calor. Y si el calor tucumano es insoportable por lo húmedo, más lo será para un hombre que mide dos metros, que es gordo y tiene tendencia a engordar, que usa un pantalón de vestir oscuro, que se mueve a los gritos de una punta a la otra y que quiere pelearse con un vendedor de la misma empresa. Aquel mediodía, Amín retó a las piñas a Luis Bader, de quien sospechaba que quería robarle clientes. La vereda oeste de la 25 de Mayo al 200, la puerta del hotel, fue el ring que sólo tuvo al gigante con las manos arriba, pidiendo, exigiendo, por un ausente Bader, hasta que llegó su mujer María Marta y lo tranquilizó. Bader no estuvo con Amín en la calle, ni el salón.

Los vieron irse por esa vereda angosta, entre los vendedores de películas piratas y la gente que se bajaba a la calle para poder avanzar. Él iba adelante, apurado y ella atrás a pasos largos, tironeándole la camisa. Buscaron su auto. Luego dejaron el vehículo en una estación de servicio, y según Amín, en su posterior declaración judicial, a partir de ese momento empezó a escuchar una voz interior que decía que alguien lo quería matar. Era femenina:

– Pablo, corré que te van a matar.

Huyeron, entonces, de esas amenazas virtuales durante más de dos horas, en taxis y colectivos, pero terminaron a tres cuadras donde habían empezado, en la Iglesia Catedral, frente a la plaza Independencia. Un recorrido incoherente.

La Catedral estaba bulliciosa por los llantos de los bebés que esperaban el bautismo, en la misa de las 17. Pablo y María Marta entraron apurados, quizás para callar esa voz asesina que lo perseguía, quizás para simular locura y tener testigos fieles. Se pusieron primeros en la fila. No respetaron la cola.

– Padre, bautícenos -, pidió Amín. Y el párroco José Navarro le indicó que se corriera, que esperara al costado.

– Padre, necesito que nos bautice -, repitió y le hizo señas al fotógrafo que esperaba el turno de uno de sus clientes.

El Padre, sorprendido por aquella intromisión, le tocó el rostro y el fotógrafo Fabián Amante disparó en el momento justo. Luego los buscó para venderles la imagen, pero no los encontró. Esa foto la compró el diario El Siglo por $50, tres días después. «Sé que valía mucho más, pero bueno, agarré la primera oferta», se lamenta Amante, ahora que sabe que fue la última foto con vida de la víctima del crimen más escalofriante que tuvo la provincia.

Antes de salir de la catedral, Pablo Amín tomó un trago de agua bendita. «Tenía prisa y los ojos perdidos. Su mujer lloraba», recuerda el padre que ahora es párroco en el sur de la ciudad por donde las calles son de tierra y en el verano hay que abandonar las casas por las inundaciones. Por ahí vive la niña tucumana más famosa, Barbarita Flores, que fue el icono de la desnutrición nacional en 2001.

Pablo y María Marta se separaron cuando salieron de la Catedral. Ella se asustó por el extraño comportamiento de su marido y fue a buscar a sus amigos. Él quedó solo y, en la Plaza Independencia, le pidió a un agente que lo arreste. Éste se sorprendió y llamó al móvil. Amín subió tranquilo y entró a la comisaría pidiendo agua. Le dieron un vaso y después se tiró al piso, a tomar del caño. Llegó su amigo Walter Cancino, otro santiagueño que también trabaja en Herbalife y quien decidiría, después, que se alojarían en el hotel del crimen. Pero Pablo casi no le prestó atención. Le pidió que le acercara un tacho de Herbalife y empezó a ofrecerles el producto a los policías de la guardia, mientras esperaba la llegada del comisario. Los agentes recuerdan sus palabras: «Yo bajé con estos batidos 40 kilos. En casa lo tomamos todos, mi mamá, mi mujer». Fueron los primeros en bautizarlo «El Loco Amín». Y el hombre seguía así, mientras María Marta esperaba en la vereda sin entender qué le pasaba a su marido.

– Jefe, déjeme acá. Enciérreme -, le pidió Pablo al comisario Ibáñez.

La noche ya había caído en Tucumán. Walter, el amigo de la pareja, se alojaba con su mujer en el hotel Catalinas Park, propiedad de Catalina Lonac, cónsul croata y mujer de Jorge Rocchia Ferro, ambos, empresarios poderosos de la provincia. Tienen ingenios, estaciones de servicios y en los años previos al crimen sumaron la actividad hotelera a sus negocios. Compraron el Gran Hotel del Tucumán, lo refaccionaron y le cambiaron el nombre. Le pusieron Catalinas Park, pero en la calle es «El Catalina».

El Catalina está en la Avenida Soldati 340, frente al Parque 9 de Julio, un espacio verde que por las noches se vuelve oscuro. En sus calles internas se ofrecen las prostitutas, escondidas bajo los inmensos árboles. La fachada del hotel está iluminada desde abajo, lo que lo hace alto, majestuoso y elegante. En el bar, en planta baja, hay un piano que brilla y cuadros costosos. Ahí conversaron la noche del sábado, Walter Cancino y su mujer, sobre lo extraño que había actuado Pablo.

Amín y su mujer se registraron en el hotel a las 0.17 del domingo, consta en la planilla de la recepción. En la comisaría no lo quisieron encerrar y lo mandaron a un hospital. Luego fueron al hotel. Saludaron en el bar, y los vieron subir en el ascensor tomados de la mano hasta que se cerró la puerta. La única persona que sabe exactamente qué pasó de ahí en más es Pablo Amín. Y según su declaración en la Justicia, llegaron los dos a la habitación 514. María Marta se quitó su pollera corta y su remera verde, dobló las prendas y las dejó sobre la silla. Pablo se sacó el pantalón oscuro y la camisa transpirada. Se acostaron desnudos, sin hablar, hasta que ella le dio la espalda en la cama.

– ¿Por qué no fuiste a verme cuando estaba en la comisaría? – le preguntó Pablo.

– Walter me dijo que estabas enojado conmigo, respondió María Marta.

– Mentira… ¿Por qué demoraron tanto en ir a buscarme al hospital?

– Porque te queríamos internar, Pablo.

El hombre, entonces, se enfureció. Montó sus 120 kilos sobre el pecho de María Marta y comenzó a ahorcarla con las dos manos. «Lo hice con toda mi fuerza», declaró ante el juez. Los huéspedes de las habitaciones cercanas no escucharon gritos. O por lo menos eso dijeron. El televisor y el aire acondicionado de la 514 estaban encendidos, y Pablo Amín asfixiaba a su mujer sobre la cama. María Marta quedó muda, desmayada. Entonces, Amín, tomó un elemento cortante y con precisión de cirujano, cortó el perímetro del globo ocular derecho y, con cuidado de no dañarlo, lo tomó con los dedos y lo arrancó. Lo mismo hizo con el izquierdo y después los acomodó sobre la cama, uno a la par de otro. Quedaron así hasta que los encontró la policía. Luego, introdujo la punta filosa en la vagina de su mujer y giró la muñeca para un lado. Después para el otro. Una y otra vez. Cortó un pedazo de carne de dos centímetros que quedó tirado sobre la alfombra. Le hizo tajos en el ano y después en las mejillas, donde 15 minutos antes, cuando subían al ascensor, le había dado un beso.

Amín apareció desnudo en el pasillo del quinto piso, con su mujer en el suelo. Se acercó al ascensor y apretó el botón. Luego fue a la habitación 513 y golpeó violentamente la puerta. Dejó manchas de sangre. De ahí arrastró el cuerpo hasta la escalera y la tiró por el hueco. En el cuarto piso dejó una mancha grande, al caer y salpicar sangre. Ahí la volvió a tomar del pelo y la arrastró hasta el descanso entre el primer y el segundo piso, mientras pedía a gritos el ascensor.

Ahí llegó el recepcionista Sergio Núñez. Y se espantó cuando lo vio. Cuando reaccionó, bajó a llamar a la policía, que no demoró más de tres minutos. Y cuando subieron de nuevo, el cadáver de la mujer estaba en el suelo, pero Pablo, ahora, pateaba el cuerpo con bronca.

– ¡Tirate al piso!, le exigió el policía. Amín lo miró desde sus dos metros, desnudo, ensangrentado, agitado. A sus pies estaba el cuerpo destrozado de María Marta.

– ¡Tirate al piso, mierda!, repitió el policía y sacó el arma.

Amín se puso de espaldas, se arrodilló y luego se tiró al piso. Pablo entonces gritó, desde el suelo: «¡Quiero agua! ¡Esto fue emoción violenta, estoy loco! El ascensor… ¡el ascensor no andaba! ¡Quiero agua tengo el anillo en la garganta!». Los estudios médicos determinaron que Amín tenía un elemento circular perfecto en el estómago.

Las fotos que tomó la policía criminalística en la escena del crimen son horrorosas. En la número 8 hay una mujer desnuda tirada en el descanso del primer piso. Tiene la bombacha rota, fuera de lugar, subida, cerca de los pechos. Hay sangre en la vagina. La número 16 es un primer plano de la víctima. Una mano sostiene la cabeza y una mancha oscura nace donde deberían estar sus ojos. Desde la número 26 hasta la 56 las imágenes registran los puntos donde hubo sangre en la escalera. En el cuarto piso hay una marca más grande que las demás. Hay sangre en el botón del ascensor del quinto piso. Hay sangre en la puerta de la habitación 513. Y hay mucha sangre en el acceso a la habitación 514. La fotografía 72 muestra dos globos oculares, uno a la par de otro, sobre la sábana blanca. «Unos huéspedes que habían llegado a filmar un documental se acercaron a ver qué pasaba. Uno de ellos empezó a vomitar», recuerda el policía Ibáñez, quien estuvo esa noche mientras tomaban las fotografías.

El arma con que le arrancó los ojos nunca apareció. Los investigadores dicen que no la pudo haber tirado por el inodoro porque no encontraron sangre en el baño. Si la arrojó por la ventana, lo hizo desde la cama y la policía no la halló donde debería haber caído. El abogado de la víctima sospecha que la podría haber entregado a los huéspedes de la habitación 513, que eran amigos de Amín. Ellos dijeron que no escucharon nada.

En los minutos que estuvo en el hospital, luego de estar en la comisaría, Pablo hizo un escándalo al caerse y derribar un modular con elementos quirúrgicos, según el abogado de la familia de la víctima. Y ese dato sería clave en la investigación del crimen. El hombre habría robado de ahí un bisturí. El médico le dijo que estaba bien, que necesitaba dormir. Así que Amín se quedó custodiado por la policía hasta que llegó su mujer, una hora después. Cuando se encontraron, Pablo estaba tranquilo. Le dijo: «Ya te voy a explicar por qué me puse así». Lo escuchó Ibáñez.

Noche de horror, noche final.

Las lágrimas se vuelven sangre.

La sangre se vuelve alma.

Y el alma, sin culpa, descansa.

Y ¡ay! del dolor de los que quedan.

Ay, del dolor de una familia.

Ay, del destino maldito que los abraza.

Ay, de los otros inocentes acribillados.

Tristeza que sangra por la ausencia.

Espanto que sangra por lo macabro.

Caminos que sangran interrumpidos,

ojos que aún sangran por el asesino.

Cada vez que llega un Presidente a Tucumán, el Gobierno provincial se encarga de sacudirle el polvo a la ciudad. Pintan las calles, izan banderas y cambian los focos quemados. Pasó, otra vez, en la última cumbre del Mercosur, de 2008. Siete presidentes sudamericanos debatieron en la provincia pintada para la ocasión. Y se alojaron en el hotel Catalinas Park, donde ocho meses antes había ocurrido la noche sangrienta. A Hugo Chávez lo mandaron al quinto piso. Y una de las dos habitaciones que ocupó fue la 514, ahí, donde Pablo Amín le sacó cuidadosamente los ojos a su mujer, mientras aún vivía. «Chávez nunca se enteró dónde había estado. Nosotros nos quedamos calladitos. Bah, como siempre. En el hotel no se habla del crimen. Hay empleados que vieron esa noche a Amín y quedaron bloqueados. No les sale ni una palabra cuando se les pregunta. Y menos iban a comentarlo delante de los venezolanos», cuenta una empleada que pide el anonimato. Para la llegada presidencial cambiaron la alfombra de la habitación, el colchón y una lámpara.

Han pasado diez meses del crimen del Catalinas Park, y acá, en el bar del hotel, nadie quiere hablar en voz alta de aquella noche. El recepcionista que vio a la mujer sin los ojos, se asusta cuando se le pregunta del caso. Dice que ahora no contestará, que lo hará otro día, que le tiene que preguntar al gerente. Y se va.

En la habitación 514 se aloja una pareja de porteños, que se hospedó con total naturalidad. Sigue el mismo televisor, el aire acondicionado, y los empleados que hablan lejos del hotel dudan si es la misma cama.

El mozo trae un café y de fondo se escucha a un inglés que intenta hablar español fluido y no puede. Llega el abogado de Amín, Roberto Flores. Su cliente ahora está encerrado junto a los 25 delincuentes más peligrosos de la provincia, en la unidad número 9 de Máxima Seguridad, en el Penal de Villa Urquiza. Luego del crimen, lo habían llevado al hospital psiquiátrico Obarrio, donde leía la biblia y dormía encerrado cuando tenía ataques violentos. Estuvo ahí hasta hace seis meses cuando la justicia decidió que debían llevarlo a una cárcel común.

«Lo tienen como a Hannibal Lecter», dice Flores, que también pugna por la libertad de la mayoría de los homicidas y violadores que salen en los diarios. Su estrategia, ahora, es demostrar que Pablo Amín está loco. Pero la junta médica determinó que no lo está. «Nosotros exigimos un nuevo análisis. No se tomaron en cuenta los actos incoherentes que hizo Pablo antes del crimen. Además la junta médica está integrada por mujeres y se impresionaron por la violencia del caso. Y otra cosa: cargan con la piedra de la condena social. Y es más fácil determinar que estaba bien, que es un asesino y no un loco. No es así. Pablo actuó fuera de sí. Es inimputable».

La otra parte del juicio: el abogado de la familia de María Marta se llama Mario Leiva. Argumenta que Pablo Amín jamás pudo haber actuado en «emoción violenta» por la manera en que sucedió el crimen. «Se hizo pasar por loco, pero contrariamente se acordaba todo lo que había hecho con lujo de detalle. Una persona que actúa fuera de sí, como un loco, no tiene la habilidad para marcarle los ojos como un cirujano experto y luego arrancarlos sin dañarlos», asegura Leiva.

Ambos penalistas tienen su estudio jurídico en el mismo edificio. Es más, son vecinos del tercer piso. Ya entonces, parecía que Leiva llevaba la delantera. «Ya lo caminó», dice el portero de la torre que alberga sólo a abogados y está detrás de los tribunales tucumanos.

Según Leiva, Amín tendría celos de Walter Cancino, y ese día su bronca se habría potenciado. También dice que tenía planeado matarla ese día. Y que por eso montó un siniestro plan de asesinato: un simulacro de locura para quedar impune ante la justicia, y así poder acribillarla con odio.

Y hay un dato que potencia su teoría: En las casillas de correo de los periodistas tucumanos hay fotos de María Marta desnuda, posando sexi para la cámara sobre una cama. Llegaron a los medios luego del crímen, pero nunca fueron publicadas. No faltó el reportero que indicó que Amín se habría enterado que María Marta hizo circular esas imágenes entre sus amigos, y por eso quiso vengarse.

Otros están convencidos de que no es así, que la historia es otra. Afirman que el extraño comportamiento de Pablo en las horas previas y durante el crimen, fueron las reacciones naturales de un desquiciado mental que mata, tortura, destroza, pero luego no lo recuerda. Amín jamás dijo que él le sacó los ojos, dice que su cabeza omite ese acto. Sí, afirmó, en cambio, que la ahorcó.

Un año después, todo esto se debate en juicio. Amín, custodiado por tres policías, camina por los pasillos de Tribunales. Silba y mira para arriba. Un periodista de televisión le pone el micrófono: “Quiero pedir perdón por lo que hice. A la familia de mi señora y a la sociedad. Lo que hice es algo gravísimo. Pero primero y principal quiero decir que las visitas reciben mal trato en la unidad penitenciaria. No más declaraciones”.

Luego Amín entra a la sala. Viste una camisa verde arremangada hasta los codos, por arriba de las mangas del saco. Atravesó el primer botón en el último ojal, entonces el tapado le queda cruzado. No lleva corbata y tiene la camisa desprendida hasta el pecho. Si se tratara de un payaso, se podría decir que su vestimenta es chistosa. Si se tratara de un asesino, diría que vestido así, con su enorme contextura física, es un ser escabroso, psicopático, temible.

Le quitan las esposas y Amín se sienta frente al estrado, presidido por Emilio Herrera Molina, el juez de cabello y barba blancos.

-Señor Pablo Antonio Amín: ¿Qué edad tiene?, le pregunta Herrera Molina.

– 26, clase 1983.

-¿En qué trabaja?

-Empresario, businessmen, management…

-No lo entiendo.

-Dueño del Bayern Munich.

-¿En qué trabaja?

-Dueño de una empresa de Herbalife. Randy Mamola, Milincovic, mi hermano, el año 2006, declara Amín, y, cada vez que dice alguna de esas incoherencias, se abstrae, se concentra en su discurso con exclusividad.

-¿Usted fue al secundario?

-No.

-¿Usted fue a la universidad?

-Soy Rector de la Capilla de Justina.

-¿Fue a la facultad?

-No, responde Amín, mientras apunta al juez con el dedo índice.

-Sin embargo, dicen que usted estuvo en segundo año…

-Soy Decano de la Facultad de Agronomía. Aparte tengo un aeropuerto en Córdoba.

-¿Quiénes son sus padres?, le pregunta el Juez, mientras toma nota, sin perder la calma.

-Mikel Owen Johnson. Y mi mamá, maría del Carmen Escarlata, dice Amín y luego balbucea unas frases inentendibles.

-¿Usted tuvo alguna causa penal?

-Sí, el 27 de febrero de 2007.

-¿Por qué?

-Porque he atajado un penal, un penal así de once pasos.

Herrera Molina hace una pequeña pausa, tiempo que le alcanza para mirar a los costados mientras toma aire. Entonces pregunta:

-¿Qué pasó? La última vez que lo fui a visitar hablábamos perfectamente. Ahora parece que no nos entendemos.

-¿Usted o yo?

-Yo no lo entiendo mucho.

-A veces los amigos no se entienden.

-Ah, no sabía que éramos amigos…

Entonces, cuando el juez mandaba a Amín de vuelta a su lugar, se mete el abogado Flores.

-Su excelencia, pido la palabra. Necesito que le pregunte a mi cliente si entendió la acusación en su contra.

-¿Usted entendió la acusación? La acusación es un acto procesal donde se mencionan las pruebas que consideran que es probable que usted matara a su esposa ¿Usted entendió eso?

-¿Esposa? Dice Amín, junta las muñecas, en forma gestual y declara: si recién las tenía…

-Esposa por cónyuge, le dice el juez y levanta un poco la voz.

-¡¿Ah?!

-Esposa por cónyuge, repite Herrera Molina. Y entonces arroja una pregunta que aún hace eco en los Tribunales tucumanos:

-¿Usted la conoció a la señora María Marta Arias?

Por primera vez la respuesta de Amín no es instantánea, no se pega al final de la pregunta. Vaya a saber qué se le cruzó por la cabeza en ese segundo, qué recuerdos le habrán venido.

-No le entiendo, dijo.

–¡Si usted la conoció a María Marta Arias!, le grita, firme, el juez.

–No, dice Amín para sí mismo, apenas abriendo la boca.

Hubo 15 peritos que analizaron el estado mental de Amín, de los cuales 13 afirmaron que fue consciente en el momento del asesinato. Los jueces de la Sala II de la Cámara Penal lo sentenciaron culpable en 2009. Y en septiembre de 2011, la Corte Suprema de Justicia de la Nación ratificó la reclusión perpetua para Pablo Antonio Amín, por el delito de homicidio agravado por ensañamiento contra su esposa María Marta Arias.

Despúes las noticias de los diarios dijeron que Amín aprendió a tocar el violín en la cárcel, que le negaron estudiar Derecho en la Universidad Nacional de Tucumán y que tiene una admiradora que quiere visitarlo en prisión. Y lo último que se publicó es que una peluquera del barrio Elena White, se casó con él en el penal.

Poco se recuerda todo esto en el hotel. El quinto piso quedó manchado sólo para los tucumanos. Y los dueños quieren que se mantenga así. Por eso, tal vez, desistieron de la idea de derribar la habitación 514 y darle, así, más espacio a la 513. En el pasillo iba a faltar un número. Es probable que algún turista curioso hubiera preguntado por qué. Y, entonces, alguien de la ciudad tendría pie para contarle dónde empezó la terrible historia de Pablo Amín y de los ojos azules de María Marta Arias. La 514 ahí está, intacta, con el televisor encendido y la cama doble tendida.

Esta crónica fue titulada "Sangre en los ojos" y fue escrita por el periodista Pedro Noli en 2013 para Tucumán Zeta.