Jueves 16 de Noviembre de 2023, 08:35
Cuando se conocieron a fines de 1989, Claudio Robetto y Betina Raimondi no imaginaron que sería el comienzo de una historia de amor épica. Llevan 33 años de casados, son padres de seis hijas, y juntos cumplieron el sueño de dar la vuelta al mundo a bordo de un avión monomotor Mooney M20J, modelo 1978. Durante cuatro meses estuvieron entre las nubes, con escalas en tierra firme para recargar energías, hacer un poco de turismo y seguir. Él fue el piloto, ella la copiloto, y vivieron experiencias asombrosas a lo largo de toda la travesía. Fueron 124 días, 270 horas de vuelo y unas 35.000 millas recorridas. En diálogo con Infobae, cuentan cómo planearon el itinerario, los desafíos que afrontaron y algunas anécdotas de la vivencia que todavía reviven una y otra vez.
Se conocieron en Mar del Plata, donde viven actualmente, y de donde Claudio es oriundo. Betina era de la ciudad de La Plata, pero fue de vacaciones a un apart hotel que atendía la familia de su futuro marido. “Me pareció una chica muy interesante, cuando se fue quedamos en que la iba a ir a visitar, fui en diciembre y para el 6 de enero ya estábamos de novios”, relata el ingeniero metalúrgico. Y confiesa con humor: “En esa época yo volaba como piloto privado, así que cuando empezamos a salir la invité a volar y a tomar un café al aeropuerto, una especie de levante rebuscado, pero funcionó”.
Cuatro meses después del flechazo en La Feliz, dieron el “sí, quiero”. Él tenía 34 años y ella 23 cuando comenzaron su matrimonio, y al poco tiempo formaron una numerosa familia. “Tuvimos seis hijas mujeres: Josefina, Martina, Valentina, Delfina, Carolina y Justina; ahora ya están todas grandes, muchas ya tienen sus parejas, una incluso está en España”, cuenta. Cuando se convirtió en padre dejó su rol de piloto por un tiempo, y solo volaba de forma ocasional en aviones alquilados. Aunque puso toda su energía en el trabajo como ingeniero, la vocación de estar en el aire seguía muy presente.
Con todo listo para partir, antes de cargar la aeronave con todas sus pertenencias para pasar cuatro meses entre aire y tierra (Fotos: Gentileza Claudio Robetto)
“Mi papá, Jose Pino Robetto, fue piloto en la Segunda Guerra Mundial por Italia y a mí siempre me gustó volar, aunque él no quería que yo me dedicara a esto”, dice con honestidad. Su padre se enroló a los 19 años en la Fuerza Aérea Italiana, y a los 20 ya era piloto de caza en combate en el frente africano. Cuando terminó el conflicto bélico, vino a la Argentina a los 29 por una oportunidad de trabajo, y a los pocos meses conoció a la mamá de Claudio.
“Dos años después de que falleciera mi viejo -murió en 1984 a los 64 años- hice el curso de piloto en Miramar, y en 2001 hice el curso teórico de piloto comercial en Tandil”, indica. La idea de continuar la formación siempre estuvo, lo hacía solo en su tiempo libre. En el plano laboral cambió de rumbo hacia la ingeniería agroindustrial, y desde hace varios años es productor de harina sin gluten. Betina se dedicó a su carrera de ingeniera agrónoma y trabajó en un laboratorio durante un tiempo, y actualmente despliega su faceta docente como coach ontológica.
Hubo varios obstáculos en el recorrido: tuvieron que hacer escala en Barbados para tramitar una visa de ingreso a Estados Unidos, porque no era suficiente el pasaporte europeo para ingresar con una aeronave propia
Aventureros del aire
En 2014 surgió una oportunidad única que fue el puntapié para la gran aventura que vivirían en 2023. “Tuve una empresa de cultivos en Uruguay que duró tres años y después la tuve que cerrar, pero como me quedaron algunos activos allá, pude generar unos ahorros y ahí le dije a Betina la idea de compramos un avión”, relata. Investigaron algunas posibilidades y se decidieron por una aeronave pequeña en Estados Unidos, concretaron la compra a distancia y seis meses después fueron a buscarlo.
“El avión era muy chiquito, revestido con tela, iba uno adelante y otro atrás, y lo trajimos en un vuelo que nos llevó dos meses”, comenta. Cada experiencia que vivieron en ese tramo la volcaron en un blog, y desde ese momento organizaron sus vacaciones en función de una pregunta: “¿El lugar tiene pista de aterrizaje?”. Si había, despegaban rumbo a ese destino, y sino recalculaban hacia otro. “Viajamos mucho por Argentina, fuimos a Ushuaia, a Salta, a Chile, cruzamos dos veces la Cordillera, y también a Uruguay”, rememora.
Uno de sus escritos lo leyó una pareja que se sintió identificada y los contactó para saber más de su historia. Los invitaron a pasar un fin de semana en Santa Teresita, y hacia allá fueron. “Son un matrimonio, él es de Buenos Aires y su esposa es holandesa, y ahí entre charla y charla nos contaron que querían dar la vuelta al mundo; y a mí se me abrió la cabeza, y pensé: ‘¡Yo también!’”, confiesa Claudio. Se trata de Alex Gronberger y Martina Kist, que fueron los primeros en conseguir la hazaña con un avión con matrícula argentina.
“Los conocimos en 2019, entablamos una gran amistad y en 2021 dieron la vuelta al mundo. Nosotros somos los segundos”, revelan, aunque son el primer matrimonio donde ambos son argentinos y logran hacer el recorrido completo. Ahorraron durante tres años para comprar el Mooney M20J, modelo 1978, que era más adecuado que el anterior. Cuando tuvieron todo listo, se complicó poner una fecha para comenzar el viaje, por cuestiones laborales al principio, y se fue postergando. También estuvieron abocados a la salud de la mamá de Betina, que estuvo muy enferma y partió de este mundo en marzo último.
La preocupación de cuándo despegar era cada vez más grande, porque si culminaba la ventana de verano boreal ya no podrían cruzar el Ártico por el riesgo de engelamiento, que ponía en riesgo la formación de hielo en las alas del avión, con todos los peligros que eso implica. “Además de ser piloto privado, rendí el examen de piloto comercial un día antes de la travesía, lo aprobé y me dieron un certificado provisorio, que aunque no lo necesitaba para el vuelo, era para tener algo más y ganar seguridad”, señala.
El 21 de mayo salieron oficialmente desde el Aeroclub de Batán, al sur de Mar del Plata. Pasaron por la provincia de Córdoba, luego hicieron escala en Brasil, y siguieron por Venezuela hasta Estados Unidos, Canadá, Groenlandia, Escocia, Inglaterra, España, Italia, Alemania y Rusia. “Pensábamos que no íbamos a poder seguir, creíamos que por la guerra de Rusia y Ucrania el espacio aéreo iba a estar restringido, o directamente prohibido, entonces la idea era ir hasta Europa a visitar a Martina, nuestra hija que está en España, embarazada de su primer hijo y nuestro primer nieto”, cuentan con emoción.
En ese reencuentro surgió la idea de crear una cuenta de Instagram para que sus amigos y familiares pudieran saber dónde estaban y cómo les estaba yendo. Sus seis hijas se encargaron de armar el perfil, le pusieron el nombre de @aventurerosdelaire, y ellas fueron compartiendo todas las fotos y videos que recibían de sus padres.
Más que un sueño
“Una mañana me llamó Alex, y me dijo que había hablado con el handler ruso que le organizó las paradas a ellos, y le había dicho que si íbamos con los pasaportes argentinos y nuestro avión tenía matrícula argentina, no iba a haber ningún problema en cruzar Rusia”, detalla. Claudio prefirió no ilusionar a Betina antes de tener la confirmación, averiguó presupuestos y cuando supo que era factible, le dijo: “¡Me parece que vamos a dar la vuelta al mundo!”. Con toda la adrenalina a flor de piel, trazaron un nuevo itinerario, que incluía pasar por Italia, Croacia, y finalmente entrar a Rusia.
Los vuelos tuvieron un promedio de 8 horas por jornada -el más largo fue de 1.200 kilómetros, entre Islandia y Noruega, de 10 horas de duración- y atravesar todo el país gobernado por el presidente Vladímir Putin les llevó un total de 20 días. Pasearon en ocho ciudades rusas que los dejaron maravillados, y hubo momentos tensos en algunos tramos porque cuando sobrevolaron Moscú no tenían GPS activo, y debieron hacerlo a no más de 500 pies de altura, guiados por el instrumental y un controlador aéreo.
“Nos pasó de atravesar tormentas, lluvias fuertes, tener principio de engelamiento, turbulencias, montañas cerca, baja visibilidad en distintos tramos, y algunos colegas me decían asombrados: ‘Cruzaste cuatro horas sobre el agua’, y la verdad es que el motor no sabe si está volando sobre tierra o sobre agua, y se puede parar en cualquier momento porque hay muchas piezas y cualquiera que se rompa es un riesgo”, indica el piloto. Ambos aseguran que iban confiando en la providencia divina, tenían una imagen de la Virgen de Loreto, la virgen de los aviadores, rezaban un rosario y después escuchaban música.
“Tomábamos mate hasta que se acabara el agua caliente, comíamos los sanguchitos que preparaba Betina la noche anterior, comíamos galletitas, y así íbamos, muy concentrados en lo que estábamos haciendo”, describe. Algunas veces llegaban muy tarde por el cambio de horario en cada país, y todo estaba cerrado para comprar más víveres. “Bajamos cuatro kilos cada uno, porque nos hemos pasado de largo algunas cenas y nos fuimos directo a descansar”, confiesan.
Las barreras idiomáticas fueron también un desafío, porque salvo en el país de origen, las comunicaciones aeronáuticas fueron siempre en inglés. “Se nos hizo difícil en los lugares como Estados Unidos y el Reino Unido porque hablan muy rápido, en cambio en Brasil el inglés que hablan es similar a como hablamos nosotros, más despacio, con una pronunciación más inteligible, y en Rusia nadie hablaba inglés, salvo los controladores de vuelo, así que les escribíamos en castellano en Google Translate y le mostrábamos la traducción; además de usar muchas señas también”, detallan.
Siguieron por territorio ruso hasta llegar de nuevo a tierras norteamericanas, al estado de Alaska. “Dimos toda la vuelta y llegamos al final de la travesía, porque la Tierra es redonda, mal que le pese a los terraplanistas, y se llega”, expresa Claudio. Y enseguida confiesa: “A mí se me hizo muy rápido, ni bien llegué: ‘Yo ya quiero volver a dar otra vuelta’”.
Betina se suma a la charla y cuenta que empezó el curso de piloto justo antes de iniciar la travesía. Hizo cuatro horas de vuelo, pero todavía no está recibida. “Lo asistí a modo de azafata, llevando mate, proveyendo la comida, el agua, y en lo técnico estaba atenta al chequeo en el radar de aeronaves cercanas, sobre todo al aterrizar en aeropuertos muy congestionados, y le iba indicando el consumo de combustible; también el chequeo de aceite del avión y después de aterrizar acondicionaba el avión para amarrarlo, dejarlo con el cobertor y todo lo que tiene que llevar puesto al dejarlo en el aeropuerto, lo mismo al salir, sacaba todo como para salir”, señala.
“Ella quiere poder aterrizar el avión, en caso de que me pase algo a mí, y creo que lo va a lograr porque tiene casi 800 horas de vuelo conmigo entre un avión y el otro”, explica Claudio, quien además confiesa que le hubiera gustado que alguna de sus hijas se interesara por la aviación, pero ninguna sintió esa vocación y se volcaron hacia la medicina.
Con seguridad y una sonrisa asegura que en todo momento tuvo mucha confianza en el piloto, y no sintió miedo estando en las alturas, salvo en circunstancias puntuales. “Cuando la temperatura es menor a cero grados y hay humedad se puede formar hielo en las alas, y eso hace cambiar la aerodinámica del avión y se puede caer; nos pasó en algunos lugares que empezó a formarse hielo, pero por suerte cambiando la altura pudimos solucionarlo, y eso era lo que me dio más temor en dos o tres ocasiones”, explica.
Cuatro meses, 24 horas juntos
Muchos le preguntan cómo fue la convivencia en los últimos cuatro meses, donde estuvieron frente a frente en todo momento. “El avión que es muy chiquito, íbamos prácticamente uno al lado del otro, sin poder movernos mucho, pero el viaje fue una gran experiencia en todo sentido y nos dejó mucho aprendizaje: compartir un proyecto común nos hizo más compañeros, si bien llevamos 33 años de casados, hasta hoy seguimos conociéndonos y tratando de comprendernos, por más que ya nos conocemos bastante, no dejamos de sorprendernos de la capacidad del otro”, asegura Betina.
Los dos coinciden en que hubo discusiones, porque al momento de tomar decisiones tenían diferentes opiniones, pero la reconciliación no tardaba en llegar. “Al estar en un espacio pequeño muchas horas, todo lo resolvíamos más rápido”, dicen entre risas. “Yo soy leche hervida, soy más de enojarme y después me enojo porque me enojé, en cambio ella es más tranqui, y nos equilibramos así”, agrega Claudio, que admite que al momento del retorno él quería esperar unas semanas más para volver, pero cedió ante el pedido de su esposa y sus hijas de que era tiempo de volver.
Con tan solo un recorrido por su cuenta de Instagram, se puede apreciar la cantidad de lugares y paisajes impactantes que disfrutaron. “Nos gustó mucho el norte de Canadá, todo el Ártico, Groenlandia, que aunque estuvimos en una escala, la sobrevolamos, y fue fascinante; también San Petersburgo nos pareció una ciudad preciosa a la que nos gustaría volver a ir; Alaska también es increíble, pero nos tocó mucho mal tiempo; y en Estados Unidos la vista del Cañón de Colorado es impresionante”, enumeran algunos de sus favoritos.
Betina destaca la “sensación de estar volando en el silencio”, y Claudio asegura que para él fue literalmente “tocar el cielo con las manos”. Un momento muy especial para él fue cuando visitó el cementerio donde descansan los restos de su padre en Italia. “En todo el viaje pensé en él, sentí que charlaba con mi viejo y le decía: ‘Viste, estoy dando la vuelta al mundo’, y la verdad es que me gustaría ser instructor de vuelo como fue él”, confiesa. La contención y amabilidad que recibieron en cada una de las ciudades donde aterrizaron fue maravillosa, y atesoran las amistades que surgieron con personas con las que ni siquiera hablan el mismo idioma.
“La relación con la gente fue de lo más lindo de esta travesía, el descubrir que el ser humano al margen de tener distintas culturas e idiosincrasias diferentes, tiene las mismas necesidades, y en el fondo todos nos parecemos. Conocimos gente muy buena, gente solidaria, sensibilizada por el tipo de viaje que estábamos haciendo, que veníamos de la Argentina, del otro lado del mundo, les llamaba la atención y tuvimos muy buenas experiencias”, expresa la copiloto.
Claudio pone como ejemplo lo que les pasó en Canadá, que reventaron un neumático en el aterrizaje, y gracias a la camaradería de otros colegas consiguieron solucionarlo, y en Rusia cuando tuvieron problemas con el motor y las bujías también los ayudaron de corazón. “Así hicimos muchos amigos, y la verdad es que cuando uno cuando está dando la vuelta al mundo no toma conciencia, porque lo único que nos preocupaba era cómo llegar a la escala siguiente, preocupados por la meteorología, el plan de vuelo, la reserva de algún hotel, toda la logística, y cuando llegábamos a otro lugar ya estábamos pensando en el siguiente; recién ahora estamos entendiendo que lo logramos”, manifiestan.
Dos de sus hijas se hicieron cargo del trabajo de Claudio durante su ausencia, y ahora ya quedaron contratadas en la empresa. “Realmente me olvidé del laburo por completo, me desconecté y muchos nos dicen que rejuvenecimos 10 años, que nos cambió el semblante, por la sonrisa que tenemos en la cara”, reconoce. Betina, por su parte, siente que las enseñanzas que le dejó esta vivencia son muchas, y todavía sigue reflexionando al respecto. “Los viajes se disfrutan antes, durante, y después, y ahora cuando vemos las fotos y los vídeos lo seguimos disfrutando, nos enseñó la flexibilidad que uno tiene que tener en la vida, porque nos pasó muchas veces durante el viaje que teníamos un plan y tuvimos que recalcular hacia plan B, un plan C, y estar abiertos a eso nos ayudó mucho”, indica.
Entre mate y mate solían traer a colación la analogía de las palmeras del Caribe, que tienen un tronco flexible, se sacuden fuertemente con los vientos, pero no se quiebran. “Cuando uno tiene esa capacidad de adaptarse, a veces uno se sorprende de que sale mejor de lo que había planeado, y una frase que nos gusta mucho a los dos, de Viktor Frankl -sobreviviente de campos de concentración nazi-, dice que ‘cuando uno tiene un para qué o un por qué, siempre encuentra un cómo’”, recalca. Mantener la meta en mente, pero atentos a cada pequeño paso, fue la fórmula para llegar al destino y volver a abrazarse toda la familia.
Los 60.000 kilómetros que recorrieron bien podrían musicalizarse con la canción de Calle 13, La Vuelta al Mundo, al ritmo del estribillo: “Dame la mano, y vamos a darle la vuelta al mundo, darle la vuelta al mundo”. El 22 de septiembre volvieron a su casa, y los esperaba una fiesta sorpresa organizada por sus hijas, con temática de aviones para la bienvenida y toda la casa decorada. Sobre los planes a futuro, Claudio imagina visitar las Islas Malvinas en un próximo viaje, y conocer a su nieto en España, cuando nazca en diciembre. “A mi esposa le propuse casamiento y enseguida me dijo que sí, le propuse dar la vuelta al mundo y me dijo que sí, así que capaz le propongo otra idea y también me dice que sí”, concluye Claudio risueño, dejando las puertas abiertas a nuevas travesías.