Jueves 29 de Mayo de 2025, 08:28
Una vez más, el estadio Madre de Ciudades de Santiago del Estero será sede de una final del fútbol argentino. Esta vez, Huracán y Platense —dos clubes del AMBA separados por apenas 20 kilómetros— deberán recorrer más de mil para definir un título. La AFA lo llama “federalización”; otros lo llaman por su nombre: negocio cerrado, sin control, a espaldas del hincha y del sentido común.
Desde 2021, 9 de las últimas 14 finales se jugaron en el mismo escenario. ¿Por qué una provincia con vuelos escasos, hoteles saturados y sin tradición futbolera en torneos de elite recibe el privilegio? Porque Santiago paga todo con fondos públicos: estadio sin costo, seguridad, alojamiento, logística completa. Y lo más importante: sin preguntas, sin auditorías y sin necesidad de rendir cuentas.
Lo que parece una política deportiva nacional es, en realidad, una estructura montada para canalizar poder, visibilidad y —posiblemente— dinero a través del fútbol. ¿Se usa para blanquear fondos? ¿Hay triangulaciones, contrataciones simuladas, desvíos? No lo sabemos, y esa es parte del problema: la opacidad es total. Lo que sí está claro es que todo huele a pacto cerrado entre Claudio “Chiqui” Tapia y Gerardo Zamora, con Pablo Toviggino como operador clave.
Zamora gana exposición nacional y publicidad gratuita. Tapia consolida su poder en la AFA, construyendo su propio “fútbol paralelo” donde no hay lugar para voces disidentes ni criterios deportivos. La excusa es la descentralización. La realidad es el uso sistemático del fútbol como herramienta de propaganda política y posible caja negra.
Mientras tanto, la vida real en Santiago del Estero es otra. Cuando las cámaras se apagan y los equipos regresan al AMBA, los santiagueños siguen lidiando con escuelas derruidas, hospitales colapsados, barrios sin agua potable y un nivel de pobreza que no se condice con la postal millonaria del estadio moderno. La provincia es una de las más pobres del país, pero no escatima en gastos para recibir una final que poco tiene de "fiesta del deporte".
Zamora gobierna con puño de hierro hace años, con una estructura de poder basada en el control del empleo público, la pauta oficial y un sistema clientelar asfixiante. Santiago está sometida. El fútbol es apenas la superficie más visible de ese sometimiento: un circo montado para mostrar progreso mientras la sociedad real se hunde en necesidades básicas insatisfechas.
Córdoba, Rosario o Mendoza —con estadios más grandes, mejor ubicados y accesibles— quedan fuera del radar por una razón simple: exigen transparencia, impuestos, rendición de cuentas. En cambio, Santiago ofrece todo "llave en mano", sin interferencias, sin controles, sin molestos papeles. Un paraíso para Tapia, que puede moverse a gusto, montar su show y seguir consolidando un modelo de gestión que acumula poder sin mirar a nadie.
Incluso antes de conocerse los finalistas, ya estaba todo decidido. La votación de los clubes fue apenas una formalidad. La verdadera sede de las decisiones es una mesa chica donde la política y el negocio se cruzan sin pudor, sin testigos, sin vergüenza.
El fútbol argentino vive capturado por esa lógica. Y los ciudadanos santiagueños, también. Porque mientras unos pocos se sacan fotos, inauguran oficinas y reparten banderas, miles de familias siguen esperando agua, luz, techo, salud y educación. Lo urgente no está en las tribunas. Está en las calles que el poder prefiere no mostrar.
Y así, partido tras partido, Santiago se convierte en la vidriera de un modelo opaco, costoso y profundamente injusto. Un modelo que esconde más de lo que muestra. Un modelo donde el fútbol, lejos de unir, sirve para tapar. Para tapar negocios. Para tapar pobreza.