Viernes 10 de Septiembre de 2021, 09:16
“En 2016, cuando tenía 14 años, empecé a obsesionarme con la comida y con mi cuerpo. Me miraba mucho al espejo y quería adelgazar, empecé a restringir algunas comidas, cada vez comía menos y cada vez entrenaba más y más. Todo ese año mi rutina era levantarme, ir a la escuela y no comer nada allí, aunque me moría de ganas de hacerlo. Veía a mis amigas y compañeros comer tan libremente y no lo podía creer, no entendía como lo hacían. Luego volvía a casa, almorzaba muy poquito, me iba a hockey donde entrenaba alrededor de tres horas y después iba al gimnasio dos horas más sin comer. Como si con eso no me alcanzara, hacía bici fija un rato más, me bañaba, cenaba poco y nada y me dormía. Y lo más fuerte es que me ponía alarmas a la madrugada para hacer alrededor de 2.000 abdominales y si no lo cumplía no me volvía a dormir”.
Así de crudo es el relato en primera persona de Leila Rogantini, una joven que actualmente tiene 19 años y que se encuentra en tratamiento a raíz de la anorexia nerviosa que padece desde 2016.Al principio, cuenta Leila, sus padres no notaban esos cambios abruptos en su comportamiento ya que la actividad física la realizaba mientras ellos dormían (ya sea a la siesta o bien temprano a la mañana) o se encontraban en sus trabajos. “Con el tema de las comidas al principio les mentía, les decía que comía con mis amigas o cuando estaba sola, el almuerzo nunca lo dejé de hacer porque eso sí era en familia, pero la cena y las otras ingestas no las hacía o comía muy poco. Después,
mis papás se fueron dando cuenta pero no querían ver la realidad, cuando me pedían que coma o que no haga actividad física yo me enojaba y ellos querían evitar esos momentos. A ellos también les costó abrir los ojos y ver que yo estaba cursando una enfermedad”, recuerda.
A pesar de que en la escuela su rendimiento fue muy bueno y sus notas nunca bajaron debido a su gran exigencia, Leila cuenta que a raíz de permanecer despierta durante la madrugada muchas veces se dormía en las clases y le costaba concentrarse. A nivel social, dice, se llevaba bien con sus compañeros aunque nunca se juntaba con ellos, especialmente en los eventos en que la comida iba a estar presente.
A raíz de su negación a participar de ese tipo de salidas, sus amigas comenzaron a sospechar de sus conductas. “Un día estábamos en mi casa y me plantearon que yo tenía un problema y que estaba cursando una enfermedad, yo me enojé y las eché. Sin embargo, al otro día me perdonaron e insistieron en cuidarme, nunca se alejaron de mí. Al contrario, siempre estuvieron muy presentes hasta el día de hoy. Paula, Victoria y Brisa son las que me acompañaron desde el día uno hasta hoy y fueron quienes les contaron lo que veían a mis papás y también desde el colegio hablaron con ellos”.
En octubre de 2016, obligada por sus padres, Leila comenzó un tratamiento de hospital de día en una fundación en Concepción del Uruguay (Entre Ríos), donde vivía, pero su grado de desnutrición era tan preocupante que necesitaba urgente de una internación. Entonces, fue trasladada a un centro hospitalario en Colón donde le colocaron una sonda nasogástrica porque no había forma de hacerla comer. “Comer para mí era la muerte, era veneno, no lo podía soportar, cada vez que comía sentía que me faltaba el aire, no podía respirar”.
Como su cuadro de desnutrición era tan grave, los médicos decidieron derivarla a un sanatorio en la provincia de Buenos Aires donde permaneció durante cinco días en Terapia Intensiva. “Me volvieron a repetir que era muy difícil salvarme debido al grado de desnutrición que tenía, me sacaron de terapia porque al tener las defensas muy bajas podría llegar a contagiarme alguna enfermedad y eso me podía llevar a la muerte, entonces me llevaron a una habitación sola”, recuerda.
Y agrega: “Cabe aclarar que mientras estuve en Terapia Intensiva seguía haciendo abdominales en el momento en que nadie me veía y si me veían tampoco me importaba porque no quería engordar, mi obsesión con la actividad física no se había ido. En el momento que me decían que no me podían salvar o que eso dependía de mí no hice el clic, solo pensaba en ser flaca y en hacer abdominales, mi cabeza estaba totalmente contaminada con esos pensamientos, no era consciente de lo que hacía”. En ese momento Leila medía 1,65 metros y apenas pesaba 35 kilos.
Leila estuvo un mes internada en este lugar, hasta que los especialistas lograron compensarla, y cuenta que empezó a comer muy de a poco y a dejar de hacer actividad física porque los médicos decían que era casi imposible salvarla, que se iba a morir sino ponía un poquito de ella para mejorar.
Tras salir de la internación, comenzó un tratamiento multidisciplinario en la Fundación Centro. “Mi psicóloga Jésica Córdoba me enseñó a aceptarme como soy y a resolver cada problema que se me presenta. Mi nutricionista de ese momento fue Belén Moneda y me enseñó que no hay alimentos buenos ni malos, que hay que regular su consumo, comer la porción justa y en su variación, me ayudó a tener cada día una relación más sana con la alimentación”.
Además, el tratamiento incluye los grupos de auto-ayuda en los que Leila comparte sus experiencias con otras chicas que atraviesan una situación similar. “La mayoría tenía mis mismos miedos y mis mismas ideas con la comida y el cuerpo. Se siente muy bien compartir tiempo con ellas porque te entienden y te aconsejan, me dan fuerzas para seguir y nos ayudamos entre todas”, afirma.
Actualmente, Leila, que estudia Periodismo y Locución y que sueña con trabajar en la televisión, continúa en tratamiento. “Tengo mis días de bajones y otros en los que no puedo controlar la enfermedad y las ideas, pero por suerte tengo a mis amigas que siempre están, a mis papás y al tratamiento que me ayuda cada día a estar un poco mejor. Hoy en día tengo vida social, me junto con distintos amigos, voy a la facultad y vivo mucho mejor, pero todavía no estoy de alta porque tengo cuestiones que trabajar con respecto a la enfermedad”.
¿Qué mensaje le darías a los chicos y chicas que se encuentran padeciendo anorexia o bulimia? “Les diría que no bajen los brazos, que se puede salir de esto, pero con mucha terapia, que no están solos, que muchos pasamos por esto y que debemos ayudarnos entre todos. Sean perseverantes, luchen y no se rindan, con esta enfermedad no se puede vivir, aunque no lo crean hay una vida detrás de estos pensamientos e ideas que nuestra enfermedad nos dice. Luchen con todas sus fuerzas contra esto, es necesario pasar malos momentos para que después esos bajones se conviertan en un aprendizaje y que nos ayuden a ser cada día nuestra mejor versión”. /
La Nacion