Ella se dedica a algo que a él le impide confesarle su amor: “estoy enamorado de una cartonera, ¿qué hago?”

Viernes 26 de Noviembre de 2021, 09:51

Se llama Sol y tiene 25, Leopoldo la ve pasar cada día.



Le alcanza café cuando hace frío, la ayuda si estuvo enferma, y no puede dejar de pensar en ella, pero no se anima a confesarlo por los prejuicios sociales

Leopoldo la ve pasar cada día. Ella suele vestir jeans o calzas negras y alguna remera de turno. Cuando las jornadas se ponen frescas, usa un buzo deportivo viejo y un gorro de lana. No suele tener frío, se lo dijo una vez cuando él le alcanzó un cafecito caliente y una medialuna. Arrastrar su carro y recorrer la ciudad la mantienen en calor; el problema, de hecho, es el verano.

Se llama Sol y tiene 25. Su pelo es lacio, oscuro, abundante, y lo lleva en un rodete desordenado en lo alto de su cabeza. Es delgada, ¿cómo no serlo?, se dice Leo. Una vez la siguió sin que ella lo percatara, había pasado por la esquina de su departamento en Flores, él bajó corriendo, quería hablarle, pero no le dijo nada, caminó detrás de ella, alejado. En algún lado del barrio de Caballito, CABA, Sol se detuvo, él se escondió en la entrada de un edificio y la observó, ¡qué hermosa es!, pensó y, sin que ella se enterara de que había estado siguiéndola, Leopoldo emprendió el regreso.

Sol es muy amigable, pero pertenece a un mundo que Leopoldo juzga, aunque a veces se pregunta por qué. En realidad, tiene miedo, sí, mucho miedo. Convidarle un café fue uno de sus actos más osados, sin dudas. Ella siempre pasa por su esquina casi a la misma hora y él suele mirarla por la ventana, aunque lo cierto es que desea bajar a verla. Muchas veces, Leopoldo ensaya conversaciones que lo emocionan, pero que casi de inmediato lo sonrojan. No tenemos nada en común, se dice enojado, ¿qué me pasa?, se repite tratando de apartarla de sus pensamientos, que una y otra vez vuelven a ella.

Hubo una ocasión en la que no apareció por tres días. Leopoldo, que trabaja desde su casa, sintió una fuerte desilusión al no verla, y pudo percibir cómo la preocupación crecía en él con el paso del tiempo. Era jueves cuando la vio llegar por la esquina de siempre. Respiró aliviado y esta vez sí bajó corriendo a su encuentro. Me agarró fiebre, le contó Sol, pero ya estoy bien. Leo la acompañó unos pasos hasta una pila de cartones que había dejado en la vereda el kiosquero y, en un impulso, la juntó y la acomodó en el carro de Sol. ¡Gracias!, exclamó ella, no hacía falta. Él, sorprendido por su propia reacción, lanzó tímido: no podés hacer mucho esfuerzo, estuviste enferma. Ella río a carcajadas y replicó (con una mirada en la que él jura que vio amor): la vida es un esfuerzo.

Después de ese día, Leo la ayudó siempre que pudo.

Cuando llegó la pandemia, Sol desapareció, claro, aislamiento obligatorio, la policía la iba a parar en aquellos barrios más paquetes como el de él, ubicado en una buena zona de Flores.

Para Leopoldo fue casi como un infierno. ¿Qué estaba haciendo? ¿Estará bien? ¿Dónde vivirá? Las preguntas emergieron constantes, así como bellas fantasías de recuentro. La imaginó llegando por esa ya querida esquina de siempre, imaginó un abrazo interminable, de esos que dicen todo lo que fue callado, imaginó el beso primero tímido para volverse apasionado. Tal vez, debería tener algunas flores en agua como para llevarlas cuando sucediera el encuentro...

La pandemia lo estaba enloqueciendo, se dijo un buen día. Decidió entonces hablar con un amigo, aunque la idea le daba vergüenza. Lo que siguió fue lo que temía, un estás loco, seguido de un, bueno, dale para adelante, te divertís un rato y después te buscás a alguien en serio.

El asilamiento obligatorio llegó a su fin y Sol vuelve a pasar cada día. Leopoldo no se anima a concretar ninguna de sus escenas imaginarias, lo anhela con toda su alma, pero no toma coraje. Tal vez sea porque es bastante más grande, de hecho, estuvo casado y tiene hijos que ya terminaron el colegio. No puede parar de pensar en Sol, pero los mandatos y las diferencias sociales le pesan, mientras las preguntas incómodas lo persiguen: ¿Qué pensaría la gente de mí? ¿Qué pensarían mis hijos?

“Y así estoy”, cuenta Leopoldo en un tono agridulce. “Me enamoré de una cartonera. ¿Qué hago?”. /La Nacion