Domingo 27 de Julio de 2025, 10:24
Argentina, antes de la llegada de Carlos Menem al poder en 1989, atravesaba una de las crisis más profundas y devastadoras de su historia contemporánea. La economía se encontraba completamente desquiciada, con niveles de hiperinflación que alcanzaban picos del 200% mensual y una inflación acumulada en 1989 que llegó al 4.900% anual. Los precios de productos básicos como la leche, el pan o los huevos cambiaban varias veces en el mismo día. El dinero se desvalorizaba tan rápido que el salario mensual apenas alcanzaba para sobrevivir una semana. La gente, desesperada, salía corriendo a cambiar sus sueldos por dólares o a vaciar góndolas antes de que subieran los precios nuevamente.
Los servicios públicos, en manos del Estado, se encontraban completamente colapsados. Las empresas estatales como ENTEL (teléfonos), YPF (petróleo), Ferrocarriles Argentinos, SEGBA (energía) u Obras Sanitarias ofrecían prestaciones caóticas, ineficientes y en estado de abandono. Obtener una línea telefónica podía demorar entre 15 y 20 años. Los teléfonos públicos no funcionaban y las familias compartían una línea para toda la cuadra. Las estaciones de servicio estaban sucias, con nafta de mala calidad que arruinaba motores. Las cañerías de agua estaban oxidadas, muchas casas no tenían cloacas y el agua llegaba solo cuando llovía. Las familias hervían los ravioles y luego llamaban al vecino para que les mandara agua.
El suministro eléctrico era inestable y precario. Había cortes diarios de luz de cinco a seis horas, incluso en hospitales, escuelas y bancos. Los semáforos no funcionaban y la oscuridad favorecía la delincuencia. Los electrodomésticos se quemaban constantemente por los cambios de tensión. En verano, la crisis se intensificaba y la gente recurría a alquilar generadores eléctricos a precios exorbitantes o se mudaba entre casas según el cronograma de cortes.
El sistema ferroviario funcionaba con locomotoras viejas y mal mantenidas. El 52% de la red estaba en estado regular o malo, lo que provocaba demoras, accidentes y robos. Los ferrocarriles perdían hasta 1,8 millones de dólares por día. La red de transporte estaba sobredimensionada en personal pero completamente ineficiente. Las huelgas eran frecuentes, los servicios se interrumpían sin aviso y los pequeños pueblos quedaban aislados. La infraestructura vial estaba destruida, las rutas eran angostas y peligrosas, los caminos de tierra eran intransitables y no existía la red de autopistas actual.
El colapso económico también se reflejaba en el comercio exterior, prácticamente cerrado, controlado y sometido a regulaciones que ahogaban a las empresas. Los precios estaban controlados por más de 700 comisiones estatales, y sin embargo, la inflación no daba tregua. El comercio interno se detenía. Los supermercados cerraban esperando nuevas listas de precios. No había harina, carne, huevos, ni azúcar. La población recurría al trueque, al racionamiento y al rebusque para sobrevivir.
La crisis generó un clima de caos social sin precedentes. En 1989, estallaron saqueos masivos en supermercados de todo el país. La desesperación por alimentos llevó a miles de personas a romper vidrieras y llevarse lo que encontraran. Hubo muertos, heridos, detenidos y estados de sitio. Las imágenes de negocios arrasados, comerciantes quebrados y familias llorando por lo perdido recorrieron el país.
El sistema estatista estaba agotado. Durante más de 40 años, el Estado había asumido el control absoluto de los servicios, empresas y precios, pero lo hizo de forma ineficiente, corrupta y sin inversión. El país vivía del endeudamiento externo, de la descapitalización de su infraestructura y de una emisión monetaria sin respaldo que destrozó la moneda y los ahorros de la población. Las empresas públicas acumulaban pérdidas millonarias, que devoraban los recursos del Tesoro. La clase media se erosionaba, la pobreza trepaba al 47% y el Estado no tenía ni capacidad ni legitimidad para sostener el orden.
Para 1989, Argentina era un país sin moneda, sin energía, sin agua, sin infraestructura, con un Estado sobredimensionado y paralizado. La crisis no era coyuntural: era estructural. El modelo había colapsado. Había llegado a su fin. Y en ese contexto, con un país quebrado y una sociedad al borde de la disolución, comenzó el gobierno de Menem.