Para los nudistas locales y los turistas que son parte de la experiencia es, sin lugar a dudas, “su lugar en el mundo”.
Durante sus primeras horas, Playa Escondida se llenó de voyeurs: había curiosos, que se contaban por decenas, algunos con binoculares, en las alturas del perímetro exterior. Duró lo que la novedad y ese fenómeno pronto se hizo historia.
“Escondida creció mucho, en todo sentido: en infraestructura, en cantidad de gente, en atracción, en calidad de playa, en integración de gente más joven y en el mensaje de buena onda que derivan en esta convivencia”, confirma Juanjo Escoriza, responsable del balneario desde sus comienzos.
Era, en su génesis, una bahía virgen, apenas delimitada en sus extremos por imponentes barrancas, con arena y mar a casi 15 metros por debajo del nivel del pavimento, a diez minutos del arco de bienvenida a la vecina ciudad de Miramar. Hoy ofrece sanitarios, duchas, gastronomía rápida y hasta una piscina climatizada rodeada de camastros. Y, más abajo, una generosa superficie de playa que comparten sombrillas en alquiler con las que cualquier visitante puede instalar allí.
“La descubrí hace 20 años y nunca dejamos de venir”, confirma Lorenzo, cuyo apellido se mantendrá en reserva como el del resto de los testimonios que buscan preservar esa cuota de intimidad que es parte del capital de esta comunidad. “De chico me saqué por primera vez el short cuando me daba unos chapuzones... el que lo hizo sabe lo lindo que es que todo el cuerpo esté en contacto con el mar”, agrega este mendocino que desde entonces repite la experiencia del nudismo cada verano.
Las reglas de convivencia escritas son muy pocas y se exhiben en un pequeño cartel a un lado del escalón más alto de la escalera que permite acceso a la playa. Se prohíben las mascotas, fumar, la venta ambulante y tomar fotografías. “El más importante es el último”, apunta Escoriza sobre el renglón que advierte que “toda conducta de índole sexual será motivo de advertencia y/o expulsión”.
Daniela llegó a Escondida como nudista, cansada de los malos momentos vividos mientras alternaba entre las céntricas Varese y Playa Grande, donde sentía el peso de las miradas que apuntaban a las marcas de la psoriasis sobre su piel. “Acá me sentí aceptada y, con el tiempo, muy querida”, comenta Daniela, que trabaja como masajista en el parador.
Y destaca la convivencia entre muy jóvenes a mayores de 80 años. “Todos somos imperfectos, y eso es lo hermoso”, destaca. Y recuerda como “un viaje de ida” esa decisión de fondo que significa despojarse del traje de baño no ya como una picardía y por un momento, aguas adentro, sino el depositarlo en la arena y caminar con cada centímetro del cuerpo en contacto con el aire libre. “Es el momento sagrado, una decisión de vida, volver a la niñez”, define.
En familia lo vive Vivi, que cada mañana amanece con vista al mar en Alem y la costa, pero la playa la disfruta a casi una hora de viaje por ruta, en Escondida. “Acá creció mi hijo, que hoy tiene 14 años, en un ámbito que te conecta directo con la naturaleza”, explica desde las mesas del chiringo alto cercano a la piscina, por donde desnudos o a medio vestir van y vuelven los clientes, llevando sus comidas y refrigerios. Cubrir las partes íntimas solo es obligatorio en el sector de administración y baños.
Claudia es de la familia anfitriona y anda con el torso desnudo, con su sonrisa amplia, un trago en mano y buenos datos. “Hay mucha gente nueva, año tras año, y entienden pronto que es un ambiente donde prima el respeto y no queda lugar para el prejuicio”, explica. Junto a Escoriza confirman que reciben turistas extranjeros que eligen este destino solo porque está este parador. Los últimos, cuenta, llegaron desde Brasil. Y elogian la particular geografía, con infraestructura de servicios y posibilidad de estar desnudos y en contacto con las olas sin travesías, sino tan solo con caminar no más de 80 metros de donde dejan el vehículo.
Fernando se pasea por los tablados y la arena con sunga y un delicado y simpático moño al cuello. Tiene la concesión de los servicios gastronómicos del lugar, donde hay bebidas y comidas. “Este año la cantidad de gente se duplicó”, asegura en medio de una temporada donde los operadores de servicios de playa de la costa acusan mermas del 15% al 40% de concurrencia.
En esa cuenta hay que anotar a los que llegan por convicción, enrolados y activos en la práctica plena del naturismo. También a los que desembarcan para experimentar. Y, por último, hay otro grupo más interesado en mirar que en disfrutar de las enormes bondades del lugar y los mandatos del naturismo. Son muchos.
“Se identifica pronto al que no es de acá. Se nota, y ellos también perciben que estamos atentos”, dice Vivi. “Se quedan en lo visual”, acota Fernando y recuerda casos en los que, casi sin ponerse de acuerdo, los habitués miran fijo al fisgón hasta que entiende el mensaje vergonzante: levanta sus pertenencias y se aleja.
Y si bien se habla de no estar pendiente del otro, ojos tienen todos y los vínculos sociales asoman. Quienes más conocen estas arenas aseguran que parte de la playa está repartida de acuerdo a las preferencias sexuales de los visitantes.
“Se dio así, es la evolución natural del lugar”, sostienen. Dicen que hay un rincón, por ejemplo, en el que coinciden los que comparten la movida swinger. Así como también hay otro espacio que está siempre ocupado por los “históricos” de Escondida, que solo se preocupan por disfrutar del sol y el mar.
Sol Tabárez es guardavidas y está haciendo su primera temporada justo en este parador. “El primer día claro que impacta, porque no es lo que vemos siempre, pero al momento de hacer los rescates es indistinto que estén con o sin ropa, sea varón o mujer”, cuenta.
Su compañero de puesto en la tarde es Gustavo Cacece, que lleva varios veranos en el lugar. “Pasó de ser una playa de nudistas a una que la gente comenzó a elegir por la tranquilidad que ofrece”, destaca sobre el silencio y el entorno natural.
“Esos nuevos visitantes, todos o la mayoría, se van a terminar sacando la ropa”, arriesga en función de su experiencia.
Lo confirman Abigail y Leandro, que son de Ituzaingó. Caminan por la orilla de la mano y la piel bien blanca desde la cintura hasta el largo de un short corto anticipan que él, al menos, es nuevo en esto del nudismo. “Es la tercera vez que nos desnudamos en una playa”, cuentan.
Se lo toman con tanta naturalidad que hasta aceptan que se les tomen fotos, con los debidos resguardos. “No es difícil, solo hay que romper la barrera y disfrutar”, aseguran. /
La Nación