Sábado 30 de Agosto de 2025, 09:04
Por Héctor M. GuyotLa Nación
En una columna de junio de 2022, más de un año antes de que Javier Milei ganara las elecciones, escribí que el libertario encarnaba un populismo de derecha. Repasé correspondencias entre su personalidad y la de Cristina Kirchner, una serie de similitudes que los espejaban a pesar de defender posturas ideológicas opuestas.
Como Cristina, decía, Milei cree en sus ideas con un fervor religioso. No concibe otro punto de vista ni tiene nada que aprender, por eso recibe las críticas como una afrenta personal. Lo domina la emoción ciega, que solo conoce certezas, y no la razón, capaz de dudar. Sin la duda, queda cerrada la posibilidad de diálogo, y sin diálogo no hay democracia, solo la verdad única de un ser iluminado y de los fanáticos que lo siguen. Por más justificadas que estuvieran sus críticas al kirchnerismo, su prédica de austeridad fiscal y sus diatribas contra los privilegios de los políticos, escribí entonces que Milei era parte del problema y no de la solución. Pero el líder libertario supo canalizar la frustración y la bronca ciudadana, y llegó a presidente. Claro, del otro lado estaban Sergio Massa y la vieja casta que nos había llevado a un estado terminal de degradación política y a ese cruel dilema electoral. Todo dicho.
Todavía espero que mis intuiciones, basadas más en aspectos psicológicos que en el análisis político, se revelen equivocadas. Hasta aquí las veo confirmadas.
Porque Milei, una vez en el gobierno, alimentó su poder con el combustible tóxico al que apela sin remedio todo populista: la exacerbación del resentimiento y el odio en la sociedad para establecer una división inconciliable. La polarización que resulta de semejante pulsión destructiva se vuelve más temprano que tarde sobre quien la despliega, y el destructor termina cosechando lo que ha sembrado. Estamos en este punto.
Las presuntas fortalezas del Gobierno, cifradas en especial en la vehemencia de Milei para demonizar todo aquello que no considera “puro”, en verdad y desde el principio no fueron otra cosa que debilidades. Lo que da votos no ayuda a gobernar.
Su megalomanía, su dogmatismo, sus insultos, su intolerancia al disenso, sus ínfulas de superioridad intelectual y la necesidad de que todos se sometan a su visión lo han aislado y, peor, pusieron en su contra a aquellos que compartían su objetivo de sanear la economía y lo podrían haber ayudado. En lugar de abrirse a esa ayuda, le sumó polarización a la polarización heredada y degradó aún más el teatro de la política.
Hoy el Congreso es una Babel desquiciada y lo mismo el ágora de las redes sociales. Para los libertarios, el kirchnerismo es el demonio, responsable de todos los males que sufre el Gobierno, incluidos los autoinfligidos. Para el kirchnerismo, los libertarios son la crueldad personificada, dispuestos a destruir todo lo bueno, incluido lo que ellos destruyeron antes. El espiral de la polarización tomó una velocidad tal que la política se ha vuelto una riña de impúberes, incluso dentro de cada uno de los polos en disputa, con fuegos cruzados y tenidas verbales que han alcanzado un grado de banalidad pocas veces visto. Y la violencia empieza a ganar la calle, como vimos esta semana en Lomas de Zamora y en Corrientes.
Milei se descarga con los “kukas”, pero la vieja costumbre argenta de buscar las culpas afuera será de poca ayuda. Así como el afán hegemónico y el rechazo al acuerdo le costaron al Gobierno derrotas legislativas que complican su plan económico, el frente que ahora abrió el escándalo del audiogate también es responsabilidad propia. ¿Se puede combatir a la casta con adalides de la casta?
Podríamos haber imaginado esta deriva, dada la idealización libertaria del gobierno de Carlos Menem, un político que terminó sus días parapetado detrás de los fueros para esquivar a la Justicia y alzando la mano como un kirchnerista más. Milei no solo reivindica aquel gobierno sin beneficio de inventario, sino que adoptó a muchos peronistas dudosos que integraron la gestión del riojano.
Y, más aun, llevó a la cúpula del poder libertario a parte de su parentela, entre ellos Lule Menem, mano derecha de la hermanísima Karina Milei y uno de los aludidos, junto a su jefa, en los audios en que el exdirector de la agencia de discapacidad describe un supuesto esquema de coimas en la compra de medicamentos.
Milei dijo que el affaire es un artilugio de la casta. Quizá tenga razón, pero como pista aporta poco. En este país, como se dijo, la casta está en todos lados. Dijo también que llevaría a su examigo Spagnuolo a la Justicia, aunque los audios del locuaz exfuncionario suenan menos a calumnia que a pedido de auxilio ante una caja que se le estaba yendo de las manos. Lo que importa es establecer si es cierto lo que hasta aquí parece verosímil: a muchos políticos y funcionarios les cuesta menos cambiar de máscara –de partido, de ideología- que de hábitos.
La política, con sus intrigas de poder, sus egos inflados y sus oscuros manejos, le sigue dando la espalda al ciudadano común, que se viene bancando el ajuste con enorme sacrificio en la idea de que no se puede vivir en medio del despilfarro, el afano y la inflación.
Ese ciudadano, que sigue a la espera de un país que se encamine hacia algún tipo de normalidad, no merece que el esfuerzo invertido hasta aquí quede en nada.