Domingo 21 de Septiembre de 2025, 08:42

Chacho Alvarez en el bar Varela Varelita
Carlos “Chacho” Álvarez no va a hablar. No quiere dar entrevistas. Está sentado en una mesa de Varela Varelita, un bar de Palermo congelado en el tiempo. Ahí no hay avocado toast ni ninguna herejía similar. Hay café, sánguches de milanesas, barullo y vermut. Está envuelto en una bufanda porque su salud es frágil. Pero no tanto como para evitar ensañarse con un político en particular, atacarlo con crueldad, juzgarlo sin un atisbo de compasión.Ese político que Carlos “Chacho” Álvarez critica sin piedad se llama Carlos “Chacho” Álvarez, el mismo que lo recibe cada mañana en el espejo de su departamento, a pocas cuadras del bar.
“No tengo autoridad política para hablar”, dice a quienes lo consultan para justificar su silencio desde que renunció a la vicepresidencia. Se acusa a sí mismo de haber decepcionado a millones de argentinos que confiaron en su fuerza política, el Frepaso de los noventa, que vieron en sus promesas un camino para superar al menemismo, para extirpar su corrupción y darle valores morales a la estabilidad económica. Aquel experimento de la Alianza, que unió al Frepaso con la UCR, terminó por estallar con la crisis de la convertibilidad y el 2001. Y luego Néstor Kirchner fagocitó a sus dirigentes, se quedó con el electorado progresista y desechó la bandera de la lucha contra la corrupción.
“Mi proyecto político fracasó, no puedo hablar de nadie”, se juzga Álvarez, de 76 años, sin miramientos, para denegar una entrevista. Los comensales del Varela Varelita lo saludan, comparten horas de charlas con el cliente más ilustre, pero nadie logra suavizar sus palabras cuando se refiere a sí mismo: “Soy un político del pasado, del siglo XX, no soy de esta época, no entiendo nada”, se castiga, y aleja al periodista de La Nación. No va a hablar.
Sin embargo, con su cuerpo enjuto delante del café servido en un vaso, con su pelo ondulado cubierto de canas y su oratoria sagaz y lúcida imperturbable; la figura de Chacho se proyecta sobre el presente. Transmite enseñanzas que explican la política de la Argentina y las claves de su deterioro.
Álvarez fue vicepresidente de Fernando de la Rúa, pero cuando se convenció de que su gobierno les pagaba a los senadores peronistas para aprobar leyes, la relación entre ambos entró en crisis. Luego, De la Rúa nombró un gabinete con dirigentes hostiles a Álvarez y el vicepresidente terminó por renunciar. Su portazo aceleró la crisis de la Alianza y las dificultades para sostener la convertibilidad. Para entonces, el peronismo había olido debilidad y retaceaba cualquier colaboración. Los mismos senadores que habían sido denunciados por los sobornos ahora acicateaban la crisis. Las protestas sociales terminaron por marcar el final y la Asamblea Legislativa abrió la puerta a una sucesión de presidentes del PJ: Ramón Puerta, Adolfo Rodríguez Saá, Eduardo Camaño y Eduardo Duhalde.
Desde entonces, Chacho se apartó de los micrófonos y no habló más. Eligió el ostracismo como una forma de expiación. Armó un centro de estudios enfocado en la integración de los países de América Latina, el Centro de Estudios Políticos, Económicos y Sociales (Cepes), y evitó pisar la política nacional como si fuera un lugar prohibido, como si se tratara de un templo del que merecía ser expulsado. Néstor Kirchner le ofreció ser canciller en reemplazo de Rafael Bielsa, pero lo rechazó. Finalmente aceptó representar a la Argentina en la Comisión de Representantes Permanentes del Mercosur (CRPM). Ese cargo le resultó providencial. Álvarez nunca tramitó la pensión por su paso por la vicepresidencia, como hizo Amado Boudou, y vive en el barrio de siempre, a pocas cuadras del bar Varela Varelita, donde los habitués lo conocen como si fuera parte de la ambientación.
Los comensales le preguntan por el peronismo, la fuerza donde inició su recorrido, y Álvarez les habla de “los tres tabúes” que lo encadenan: aceptar que es imposible construir un país sin una macroeconomía ordenada, enfrentar el problema de la inseguridad y encarar una regeneración moral.
De Milei piensa que “quiere gobernar como un outsider, pero necesita apoyo” y que el problema de la tercera vía es “fortalecerse en la provincia de Buenos Aires”.
Chacho tiene cuatro hijos de tres matrimonios. Los amigos cuentan que a Paula, una hija de su última esposa, Liliana Chiernajowsky, la quiere como propia. Tiene además dos nietos propios y otros dos, de Paula, que lo llaman abuelo.
Liliana Chiernajowsky murió en 2016. En el bar saben que la mención de su nombre marca el único momento en que la fluidez irrefrenable del relato de Chacho se quiebra. “Mi compañera de los años más difíciles”, la define, y hace silencio, busca recomponerse. Entonces vuelve a la política y recupera el tono sagaz, como si el tiempo no hubiera pasado.
Álvarez está en una mesa individual junto a una columna, en el centro del bar. Los extraños se acercan para estrecharle las manos. Cree que la Argentina necesita “consensualismo”, un país donde la clase dirigente, de diferentes partidos, acuerde reglas básicas, cualquiera sea el ganador de las elecciones. Pero la Argentina avanzó justamente en el sentido contrario. En especial después de 2008, el kirchnerismo y luego Pro apostaron por construir un enemigo para fortalecer su identidad. Desde entonces, el enfrentamiento caracterizó al proceso político argentino.
“Son todos discípulos de Ernesto Laclau”, resume Álvarez frente a uno de los asistentes, en referencia al teórico del populismo que promueve el antagonismo como organizador del espacio político. En vez de amainar, con Milei el enfrentamiento se exacerbó a través del lenguaje.Chacho alguna vez representó al porteño común y llegó a hacer campaña subido a los colectivos, donde repartía folletos del Frepaso. A veces se tomaba el 12 hasta la terminal para hablar con los pasajeros. O se bajaba en una parada al azar y se sentaba en un café para que lo abordaran con preguntas. Eran las campañas en tiempos analógicos, antes de entregarlas a trolls y bots, antes de que la vida fuera mediada por aplicaciones, que los discursos políticos se armaran para Instagram o para TikTok.
Frente a la actualidad, Álvarez se siente un personaje de otro tiempo, un quijote derrotado, que vio cómo la política se abrazaba al dinero y sus figuras se volvían multimillonarias, como su contemporáneo José Luis Manzano, que pasó del recinto que compartían en la Cámara de Diputados a dueño de Integra Capital, con acciones en compañías de minería, petróleo y medios de comunicación.Ahora, con una cucharita de metal, Álvarez corre la espuma de un cortado en vasito y los recuerdos retroceden a los tiempos en que junto a Germán Abdala inventaron el Grupo de los 8, como una alternativa a la hegemonía de la ortodoxia sindical. Por entonces, los gremios grandes, como el metalúrgico, financiaban al PJ. Luego el dinero llegó a la política argentina desde otros sectores. Manzano fue el exponente emblemático. No el único. Y esa sociedad entre política y negocios se extendió hasta el presente en la figura de los facilitadores, los operadores que entrelazan ambas orillas.
En ese mundo, Chacho se ve como un personaje de Jurassic Park. Un día, cuando presidía el Senado, hace más de dos décadas, se le ocurrió dar a conocer públicamente la lista de empleados de la cámara. Aparecieron nombres que llevaban a figuras de todos los partidos, una sedimentación geológica de acomodos. Incluso tuvo que llamar a Raúl Alfonsín porque figuraba una persona muy cercana al líder radical. Desde entonces, la mayoría de los senadores lo odió. Y todavía nadie usaba la palabra casta.
Al aire le cuesta llegar a los pulmones de Chacho. El fundador del Frepaso sufre de EPOC. A un amigo le repite una crítica contra el progresismo que, alguna vez, encarnó como el personaje principal: “No se puede imaginar un modelo que otorgue al Estado centralidad y, al mismo tiempo, parasitarlo, querer vivir de sus recursos”.
Tiene diagnósticos agudos y críticos sobre la política, pero con ninguno es tan impiadoso como consigo mismo. “No tengo derecho a hablar de nadie”, repite con una sonrisa de resignación, y rechaza una entrevista.
Su destierro interno, su autocastigo, destaca por contraste frente a las otras renuncias de la dirigencia argentina. La renuncia a los acuerdos mínimos, a las exigencias éticas, a la sensibilidad social. Y así, esa falta de piedad consigo mismo, resulta finalmente iluminadora sobre las carencias del presente. /
La Nación
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