Viernes 14 de Noviembre de 2025, 19:42

Mauricio Hoyos.
Mauricio Hoyos dice que aún recuerda vívidamente la presión que sintió sobre su cráneo cuando estuvo atrapado en las fauces de un tiburón de más de tres metros de longitud. El animal se le había lanzado encima a una velocidad sorprendente, dándole apenas el tiempo suficiente para agachar la cabeza y proteger su yugular.“Cuando cerró su boca, sentí la presión de la mordida y, luego de lo que creo fue un segundo, abrió la boca y me dejó ir”, contó Hoyos a BBC Mundo desde su casa en La Paz, Baja California, donde
se recuperaba después de más de un mes del incidente.
Ese segundo, que para cualquiera sería puro terror, para él fue una mezcla fugaz de sorpresa, instinto y un extraño sentido de calma: “
En ese momento pensé: bueno, pasó, ahora toca reaccionar”.Hoyos no es un nadador ocasional ni un turista curioso.
Es uno de los biólogos marinos más reconocidos de la región, con más de 30 años estudiando tiburones en su hábitat natural. Ha marcado, tocado y observado cientos de ejemplares de distintas especies, desde tiburones blanco hasta tigre, martillo, toro y galápagos. Sus expediciones forman parte de su vida cotidiana. Y, sin embargo, nada lo había preparado para sentir los dientes de uno de estos animales clavados contra su cara y su cabeza.
Aquel día, en las aguas profundas de la Isla del Coco, Costa Rica, Hoyos descendía hacia una “estación de limpieza”, lugares donde los tiburones se detienen para que pequeños peces barberos les quiten parásitos y piel muerta. Es un escenario donde, paradójicamente, el comportamiento de los tiburones suele ser más pacífico y predecible.
Hoyos lleva con orgullo la cicatriz que le dejó el tiburón. La llama "una marca de batalla que parece branquias".
Había recibido el aviso de que una hembra de tiburón galápagos muy grande rondaba la zona. “Es un pináculo hermoso”, recuerda, “
y los turistas que estaban ahí me dijeron que la habían visto en la estación de 40 metros”. Era exactamente el tipo de oportunidad que un investigador como él no deja pasar.
Mientras descendía, el azul se iba volviendo más denso, más oscuro, y el silencio absoluto del fondo marino comenzaba a envolverlo. A los 40 metros la vio:
una hembra enorme, de entre tres y tres metros y medio, nadando con la elegancia poderosa de un animal perfectamente adaptado a ese mundo.
Hoyos se colocó en posición para marcarla. Insertó el punzón metálico que fija la sonda acústica en la base de la aleta dorsal. La operación, que ha repetido cientos de veces, parecía haber salido bien. Pero algo en ese tiburón no fue como de costumbre.
Los científicos marcan a los tiburones con sondas como esta.
A diferencia de otros ejemplares, la hembra no huyó de inmediato. Giró lentamente y lo miró. “Vi su ojo. Me estaba mirando directamente”, relata. Para él, acostumbrado a leer el lenguaje corporal de estos animales, eso ya era inusual. La hembra avanzó unos metros, como evaluando algo. Y entonces, sin aviso, regresó sobre él con una potencia imposible de esquivar.
“Lo único que pude hacer fue bajar la cabeza”, dice.
La mandíbula inferior del tiburón se hundió en su mejilla; la superior, en su cráneo. Y luego, como si hubiese tomado una decisión, el animal lo soltó.Ese gesto —para Hoyos— fue un mensaje. No un intento de matar, sino un
“alto ahí”. Algo parecido a lo que hacen los perros cuando muerden sin apretar, solo para marcar un límite. Él cree, incluso, que la hembra podría haber estado embarazada.
“Si estaba protegiendo crías dentro suyo, su reacción tiene aún más sentido”.
Pero sobrevivir a la mordida era apenas el principio del peligro.
El ataque había cortado su manguera de oxígeno, roto su máscara y llenado de sangre su campo visual. A 40 metros de profundidad, sin aire y sin poder ver, cada segundo contaba. Buscó su regulador secundario, el “octopus”, pero no funcionaba bien. El aire salía a presión, sin regular. “Tuve que controlar el flujo con los labios”, recuerda. “Era eso o ahogarme”.Sangrando, casi ciego y con el tiempo en contra, pensó en una sola cosa:
llegar a la luz. Comenzó a ascender, manteniendo movimientos suaves para no atraer al tiburón herido o confundido que aún podía estar cerca. “Era como nadar dentro de una nube roja”.
Cuando emergió, uno de los jóvenes del barco lo subió a bordo.
Recién entonces sintió el golpe: no tanto la mordida, sino el impacto del cuerpo del tiburón chocando contra él, como si lo hubiera atropellado un auto. La mandíbula le quedó morada durante días.Fue trasladado para recibir ayuda médica urgente.
Los doctores quedaron sorprendidos por la profundidad de las heridas, pero más aún por su evolución. Ninguna se infectó, algo sumamente raro en mordidas de tiburón.
A los dos días ya evaluaban hacerle la reconstrucción del rostro.La recuperación fue tan rápida que apenas unas semanas después le dieron el alta.
“Tengo una cicatriz que parece una branquia”, dice con orgullo. Para él, no es un recordatorio traumático: es un símbolo de respeto.
“Esta hembra me perdonó la vida. Y lo digo literalmente. Si hubiera querido triturarme, lo habría hecho”.
La recuperación de Hoyos ha sido "impresionante", según le dijeron sus médicos.
Hoyos no siente miedo. Siente gratitud. Y un compromiso renovado con la defensa de los tiburones. Ya tiene programado volver a bucear, y en enero planea regresar justamente a Roca Sucia, donde ocurrió el ataque.
“Quiero volver a verla”, dice. Y, gracias a la marca acústica que logró colocar antes de la embestida, es posible que lo consiga.
Más leídas hoy
1
2
3
4
5
6
7
8
9
10
Más leídas en la semana
1
2
3
4
5
6
7
8
9
10